Dos mujeres perdidas

Encuentros con dos mujeres desconocidas que no trascendieron a más.

1.-Voy a la inauguración de una exposición de pintura en un museo de la ciudad. Acudo solo, a invitación de un buen amigo que trabaja ahí. Llego a la hora exacta, las ocho de la noche. De inmediato procedo a observar a todos los asistentes, una costumbre que me permite evaluar a cualquier persona a través de detalles nimios de su ser. Hay de todo, gente grata y que resulta interesante. Otra tanta que no. A lo lejos veo a esta chica: morena, delgada, de cabello rojizo, parece que los años no han hecho efecto en su piel. Lleva una falda alargada que le ajusta perfecto al cuerpo. Noto que ella también va sola. O eso parece, al menos. Dejo de mirarla para no parecer demasiado insistente. Ya me la encontraré más al rato, cuando termine el evento de la inauguración. Y así sucede. Vienen las palabras de introducción por los organizadores y por el autor de la obra. Luego pasamos a ver los cuadros agolpados en una sala y al cabo de un rato regresamos al jardín del museo, en donde una serie de mesas se encuentran dispuestas para que nos sentemos y bebamos las copas de vino que un grupo de meseros se aprestan a repartir. Busco a la chica que iba sola. No la veo. Paseo la mirada para dar con ella. Es el momento de acercarse y decir cualquier cosa para iniciar la conversación. Sigue sin aparecer. Pero por ahí debe estar. La vi pasar dos veces en la sala de la exposición. Bebo un par de copas y me voy a sentar a la mesa más apartada, una que está vacía. Ahí me quedo. Al transcurrir de unos minutos la chica de la que hablo llega y se sienta en la mesa de al lado. Ya no está sola. Ahora va con un muchacho. Están lo suficientemente cerca de mí como para que pueda escuchar su conversación. Él se presenta con ella. Le dice que es ingeniero e intenta alumbrarla con unas nimiedades sobre libros. Ella escucha, no dice mucho, él acapara la conversación. Se nota que está emocionado y que intenta impresionar; suelta curiosidades y datos de manera atropellada, no da espacio para un segundo de silencio.  Debe sentirse en la cumbre luego de haber logrado conectar con una bella desconocida, alguien con quien no parece tener mucho en común. Su plática, llena de generalidades, me aburre. En cierto momento uno de los meseros se acerca con una charola de copas. Ahí hago el único intento para aproximarme a quienes ocupan la mesa de junto. Me levanto,  tomo una bebida y le digo al mesero: «Te faltan ellos, no tienen nada para beber, no te olvides de nuestros amigos, por favor». Ninguno de los dos reacciona, si acaso noto una sonrisa en él. El mesero asiente y les da un par de copas. Yo regreso a mi lugar, la mesa lejana y sola, donde apenas alcanza a escucharse la música de fondo. Escucho que el muchacho dice «No soy mucho de vino, prefiero un café y una crepa». Ella no responde. Comprendo que todo ahí está perdido, que la actitud del muchacho lo conducirá a la perdición; no es alguien con el que yo me juntaría. Aunque la chica me agrada, en ese instante ceso de cualquier plan por acercarme. Tengo claro que ella significa más para él de lo que significa para mí. Puede que para él se trate de la mejor noche de su vida, veo la ilusión en sus ojos. No quiero estropearlo, no quiero romper con la única oportunidad que los dioses le han entregado. Me bebo otros tres tragos en soledad y los veo abandonar el museo. La copa de la mujer quedó vacía sobre el mantel, la de él quedó casi llena. Ya con ese simple detalle sé que nunca conectarán.  En este punto me pongo de pie y me acerco al centro de acción. Me topo con algunos conocidos, platico un rato con el artista que vino a exponer su obra, también con Os, que me invitó. La paso bien. Entre la multitud topo con una chica que conocía de poco tiempo atrás. Nos saludamos e intercambiamos palabras antes de que se tenga que retirar. Ya no supe más de la chica que iba sola.

2. Al día siguiente, ese mismo fin de semana, acudo a la inauguración de otra exposición de pintura. Esta vez de la madre de una persona que me cae muy bien. La presentación se realiza en una cafetería de la ciudad. Llego unos quince minutos antes de la hora acordada. De nuevo acudo solo. Platico un poco con mi amiga y luego pasamos a ver los cuadros. En ellos se hace presente trazos de calidez que me recuerdan a un México que por desgracia ya parece perdido. También veo un cuadro sobre Venecia que se vuelve mi preferido. Alguna noche espero pasar por ahí. Transcurren los minutos y tras platicar con algunos de los asistentes, todos muy cordiales y buena gente, vuelvo a mi hábitat natural: la soledad de un rincón. Ahí me pongo a beber una cerveza que alterno con un vaso de vino espumoso que está dispuesto para los asistentes. En eso estoy cuando veo entrar a una chica que de inmediato me engancha. Tiene el cabello verde como un trébol y vestimenta a medio camino entre el gótico y el punk. Su piel: blanquísima. Tiene un refinamiento que no puede esconder con capas de pintura. Va acompañada de dos muchachos que evidentemente no tienen la gracia ni el estilo que ella. Son vulgares, toscos, de peinado indigno, deberían esfumarse. Usan playeras de anime, pants de algodón y su calzado consiste en tenis para correr. Ojalá no estuvieran y pudiera platicar con la chica nada más. La escucho decir a uno de sus acompañantes: «Déjame ver. Llevo dos meses sin salir. Yo nunca salgo a pasear», o algo así y se ríe. Acabo aún más fascinado al conocer su voz. Me parece encantadora, con una apariencia que sin lugar a dudas clama por atención, un aspecto alocado al que quizás yo podría enmendar de algún modo. El ridículo pensamiento paternalista que cada vez se vuelve más habitual en mí. Pero ella va con esos dos tipos y acercarme me da repulsión. No me sé su nombre y acaso no la vuelva a ver. La única pista que tengo es su cabello. ¿Cuántas otras chicas tendrán el cabello verde en la comarca? Quizás deba preguntar entre mis contactos. Pero no. Sé que eso no sucederá. No nos volveremos a topar. He visto como uno de sus dos compañeros le da una ligera caricia en la espalda con el dedo índice. Cómo es eso posible, me pregunto, que alguien con la clase de ella termine con gente así. Cómo es que alguien como ella acaba de ese modo, con gente sin brío, sin el más mínimo rigor para vestir. Abandono la cafetería tras felicitar a la expositora. Antes de salir veo a otra chica, una trigueña que bebe a solas en la barra. Por un momento pienso acercarme. Si no lo hago es porque tengo un compromiso pendiente en el que ya me esperan y porque no se me ocurre nada que decir. Lo único que hago es tomar un par de servilletas cerca de donde ella está. Me quedo con una y le ofrezco la otra. «¿Quieres una servilleta?», le digo. «Sí, gracias», responde ella. Y con eso me voy.

MASCULIN, FEMININ

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