Volantes, esa ficción

Hay un elemento curioso dentro del mundo publicitario: los volantes, breves folletos que nadie quiere, que de nada sirven y que sin embargo llevan décadas asolando a comunidades enteras. Seguro has topado con ellos. En cualquier centro urbano es posible encontrar repartidores que te ofrecen rectángulos de papel que llevan impresa alguna oferta. La mayoría de las veces una espectacular rebaja del 10% en el producto que menos necesitas en el momento. El resto del espacio es rellenado por colores chillantes y un listado de los servicios disponibles en el negocio en cuestión. El promedio de vida de estos anuncios es de aproximadamente minuto y medio, tiempo suficiente para que el receptor alcance a localizar el basurero más cercano.

El prestigio de los volantes es tan bajo que la gente los desecha sin siquiera leerlos. En ellos bien podría venir inscrita la receta de la eterna juventud o una propuesta matrimonial y daría lo mismo. Nadie les presta mayor atención. Hay un estigma muy fuerte en su contra. Solo hay dos circunstancias que prolongan la existencia de lo que pudo ser un desperdicio instantáneo: la aparición de un niño que aproveche el recurso para hacer un barquito de papel y el calor que puede transformar al volante en un abanico improvisado.

En vista de su exiguo rendimiento, ¿cómo es que algunos emprendedores siguen recurriendo a semejante artimaña para promover sus servicios? La explicación es sencilla. Por una convención internacional, por una tomadura de pelo de la que todos somos cómplices.

Piensa en la enorme cantidad de personas que se dedican a la industria del volanteo. En ella están involucrados impresores, transportistas, repartidores, cocineros, diseñadores, barrenderos, beisbolistas y un montón de especies añadidas. Si de pronto los folletos se abolieran el ecosistema capitalista podría colapsar, un acontecimiento inadmisible para todos aquellos que aspiran adquirir una pantalla de 60 pulgadas en abonos chiquitos.

De ahí que todos le hagamos al cuento, sostenemos la ficción según la cual los volantes son útiles e interesantes. Los recibimos con cara de que vamos a comprar lo que impulsan. Pero lo cierto es que no. Simplemente sostenemos un ritual que fue heredado por nuestros antepasados para así apoyar la economía de familias enteras.

Desconfía de los seres desalmados que rechazan los volantes. Son individuos sin consideración por el prójimo: traidores de la regla no escrita. El volante se acepta siempre, aunque sea para contribuir a que el pobre repartidor pueda regresar temprano a casa. Piénsalo, entregar un millar de papeletas relativas a una tienda de almohadas es muy complicado, una hazaña equiparable a anotar un gol de chilena. Los empleados del sector tienen que distribuir cada ejemplar antes de poder recibir un mísero sueldo que apenas y justifica las quemaduras del sol.  Lo mejor es ayudarles a cumplir con la tarea. Tomar lo que obsequian es, literal, quitarles un peso de encima, reducir una raya a su condena.

Aun así, dentro del mundo del volante hay dos extremos. El día y la noche. Uno es la excepción que funciona, el otro el que de plano se excede en su cualidad de inservible. En la primera categoría están los restaurantes. Un volante que promete alguna promoción de comida no está nada mal (sobre todo si incluye el número telefónico para pedir a domicilio), de hecho se atesora aunque nunca se utilice: el drama absoluto llega cuando la pizzería te informa que el cupón que habías reservado caducó en el lejano 2014.

El contraste, el colmo de lo vano e ineficaz,  está en esos tabloides gratuitos que únicamente ofrecen anuncios clasificados. En efecto, ni siquiera se esmeran en incluir un horóscopo o articulito para disimular. Se limitan a promover productos chatarra en al menos una docena de páginas, con lo cual el desastre ecológico se multiplica. Los materiales que utilizan para la elaboración del infame catálogo son tan pobres, tan descuidados, que el periódico espurio tiene un olor particular, como a veneno que podría intoxicar a un roedor desprevenido. Una abominación que no tiene perdón y que se cuece aparte, tanto así que no entra dentro del pacto de caballeros del que gozan los volantes tradicionales. Ni siquiera son aptos para cubrir la pipí de los perros.

No olvidemos la dinámica del volante clásico, el que se merece un respeto. Una bonita ficción. Al principio podrá calificarse como una molestia y en cierto modo lo es. Pero también es una costumbre de la que sería difícil prescindir. Sigamos simulando en su favor. A fin de cuentas el repartidor nos hacen sentir importantes, solicitados, nos da la atención que a menudo se niega en las calles.  Si nadie te extiende la mano ni tampoco escuchas una palabra de aliento, al menos es lindo saber que alguien repara en tu presencia quitándote la duda de si acaso no serás un fantasma. Tal es la cuestión: para ellos existes, tienes cara de ser alguien pudiente. Un halago que ya casi nadie te da.

arnold

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