No dejo de acumular fracasos y lo cierto es que ya no me parece tan mal. Creo está perfecto así. Aspiro a seguir por ese camino hasta llegar al punto en el que las derrotas pierdan significado y entonces pueda acceder a un tipo de libertad, la libertad de poder hacer lo que sea sin reparar en el resultado. Acostumbrarse a los golpes, al vacío que sobreviene después del esfuerzo que no da fruto. Uno debe aprender que el valor de todo está en el acto mismo, no en una eventual recompensa o estímulo. Es un error pensar de semejante manera, o hacer cualquier cosa por complacer a los demás. Uno no está para eso, y a los otros les puede importar poco lo que pudiéramos ofrecer, por muy valioso que sea. Cada quien está en lo suyo. Es de una vanidad terrible creer que lo nuestro puede crear algún tipo de consecuencia en el exterior. Nadie está obligado a conducirse en consonancia a nuestros propios deseos. Faltaba más. De todas formas queda un consuelo para cuando nada resulta como esperábamos: pensar que el éxito y las ovaciones tienen un toque de vulgaridad. La gente suele tener muy mal gusto, de ahí que recibir su aprobación pueda ser un síntoma calamitoso.
Empero, y sin importar lo anterior, me sorprende que todavía exista gente que apuesta por mí, gente que me apoya y da su respeto. Yo no apostaría un solo centavo en mi causa, y sin embargo ahí están ellos que me tienen fe… lo cual, desde luego, me avergüenza. Cómo decirles que ya no me interesa trascender. No tengo la fuerza suficiente para hacerlo ni la voluntad de dar el paso definitivo hacia adelante. Lo único que busco es un poco de paz mental. De verdad, ya no pido mucho salvo eso, un respiro, una isla de tranquilidad. Si alguna vez tuve un talento no cabe duda de que se ha ido, se ha ido para siempre.
De modo que no sé muy bien qué responder cuando esta chica me pide que escriba sobre ella. Le entusiasma leer algo que trate sobre ella. En su mirada y en su voz está esa ilusión que yo hace tiempo perdí. Y me da mucho gusto que la conserve. La estimo bastante. Ojalá que nunca se rinda ni deje que la marea la empuje hasta donde me encuentro. La escucho, repito, y no sé qué hacer. Nada que yo pueda decir podrá compararse a la amabilidad que ella profesa. Mi deuda con ella es impagable y lo mejor que puedo hacer es tomar la ruta del alejamiento. No complicarle ya la existencia. Soy una persona que seis días a la semana tiende al ensimismamiento, a la reclusión. Un muermo que ningún tercero debería padecer.
Aun así no puedo prescindir de la compañía femenina, no por mucho tiempo. Algo tienen las mujeres que te recargan el espíritu a través de la cercanía, si es que sabes modular la relación (como cualquier otro vínculo humano también puede llegar el punto del estrago). Hay en su dulzura, en su delicadeza, en su sonrisa, una mezcla que alivia el pesar. No hay modo de renunciar a ellas, eventualmente uno vuelve a caer, con todo y los palos que uno haya sufrido con anterioridad y con los que seguramente luego van a caer.
Intento escribir sobre ella y no puedo. Es imposible estar a la altura. Casi nunca escribo acerca de las personas que aprecio. No quiero ensuciarlas con mis líneas, no puedo dibujar ni trazar las sensaciones que ellas producen en mí.
Lo que hago, ya he dicho, es alejarme. Mi compañía tampoco aporta a la mezcla.