La música en sí

La música sirve casi  para cualquier momento. Tiene la versatilidad suficiente para recubrir al espíritu que lo requiera en diversos escenarios. Una canción puede acompañar en momentos de júbilo, como también en espacios de introspección. Lo que importa es saber elegir lo adecuado para cada contexto. Incluso los mejores compositores e intérpretes se vienen abajo si se les expone a un ambiente que no les va.

Muchos no lo saben, pero es así. El otro día, en el gimnasio al que voy para perder el tiempo, topé con un jovenzuelo que cometió varias tropelías con el resto de los presentes. De entrada, el muchacho tenía un aspecto muy poco agradable, lo cual siempre le amarga el día a uno. Sobre todo si eres de los que se han propuesto mantener a tope los estímulos visuales. No es un asunto de belleza ni de fealdad (hay feos que son un deleite), es un fenómeno que trasciende a etiquetas; hay gente que produce malestar con su mera aparición. Ya pueden ser guapos o feos, eso no es lo que importa, sino una proyección general que es difícil definir.

Pues bien, el tipo en cuestión estaba en el área de caminadoras, la que yo frecuento por estos días. El horror fue inmediato: aquella existencia, insolente en sí misma, era coronada por un detalle ofensivo: en vez de hacer como los demás, que llevábamos audífonos, él llevaba su música expuesta en una bocina portátil que invadía la atmósfera del lugar.

Si acaso su elección musical hubiera sido digna, la afrenta habría sido menos grave. Lo terrible es que aquel ser vivo nos obligaba a escuchar Pink Floyd mientras intentábamos remediar el estado de nuestros tristes cuerpos.

A Pink Floyd no le guardo ningún odio. No hablamos de una propuesta abominable o insípida. Me parece que tiene lo suyo. Si bien han dejado de pertenecer a mi altar personal, les tengo por un acto decente, al que se puede escuchar sin que ello represente calvario.

El problema no era Roger Waters. No era la música en sí, que podía estar de maravilla para poner en el auto o un rincón del dormitorio. El problema era el contexto, la clase de sensatez a la que me refería. Pink Floyd no es música de gimnasio, mucho menos si se tratan de canciones como  «The Great Gig in the Sky» y «High Hopes». Hay cosas que simplemente no van. Yo amo a Bob Dylan, pero bajo ningún motivo pondría el John Wesley Hardin cuando alguien hace su rutina de cardio.

Más grave aún era la cara del tipo, con altivez… como si estuviera orgulloso de su oferta sonora, seguramente sintiéndose un DJ de gusto sublime, aleccionando al hatajo de ovejas que se conforman con los éxitos del momento, sin darse cuenta de que la vulgaridad venía de su lado al mezclar peras con rinocerontes.

El buen gusto no consiste en elegir de manera gratuita lo que se considera de alta cultura, sino dar los tiros apropiados dependiendo del entorno en particular. Un concierto dirigido por von Karajan no da para una fiesta infantil del mismo modo en que Baccara no fluye en un funeral. Aun así es posible que von Karajan sirva en las horas de estudio y que Baccara ayude a poner a bailar a tus tías. Es materia de timing.

Ya en otras ocasiones he tenido que padecer a individuos que no comprenden esta regla tan fundamental, cenutrios que por alguna clase de distorsión (con la que buscan erigirse como gente refinada) terminan por hacer el ridículo. Cito dos ejemplos: la vez que asistí a una fiesta mexicana del 15 de septiembre en la que los anfitriones pusieron una selección de Nirvana, Pearl Jam y Metallica, y una funesta cena de Navidad en la que unos familiares lejanos pusieron el OK Computer de Radiohead para deleitarnos con música elevada, esa que es para gente muy lista como ellos, Einsteins que no cometen la desfachatez de escuchar «La Marimorena».

Cada quien es libre de hacer de su vida lo que le venga en gana, siempre y cuando no se afecte a terceros. Con eso en mente deberían optar por los más sensato, como dar pasos hasta hundirse en el océano, allá donde un cúmulo de piedras los espera con los brazos abiertos.

piano

Foto: Sirkka-Liisa Konttinen (1971)

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