Alrededor de Bob Dylan se tejen muchos relatos. Su actitud distante le ha conferido un estatus mítico, como si jugara en otra dimensión. Un hombre dentro de sí mismo, sacado de tiempos remotos, conformado por costillas de Woody Guthrie, la Guerra Civil Estadounidense y algún fotograma de John Wayne.
El truco está en otro lado. Porque el aura de héroe no le basta. Bob Dylan también sufre. Es vulnerable al amor. En sus canciones habita un corazón dolido. De la sensibilidad no se salva ni un viejo lobo de mar. Si hasta él cae en la dulzura, si hasta él acaba derrumbado por una relación, cualquiera puede sentirse menos culpable a la hora de soltar una lágrima.
El burbujeo romántico de Bob Dylan puede encontrar su consolidación en 1961 cuando Suze Rotolo, una muchacha de origen italoamericano, se atraviesa en su vida. Apenas la conoce y termina enganchado. Durante la conversación inicial la cabeza le da mil vueltas. Algo ha cambiado irremediablemente: está enamorado por primera vez. Suze Rotolo era un remolino de diecisiete años. Pertenecía a una familia de activistas; pintaba y se movía en los círculos teatrales de la Costa Este de los Estados Unidos. Bob Dylan, con dos décadas de vida, había sido golpeado por un tren de carga. Con ella comienza una relación que lo marca en lo intelectual y en lo artístico. Juntos visitan galerías y exploran el lienzo mutante de las calles.
El punto cumbre llega con una fotografía tomada por Don Hunstein que se convierte en la portada de The Freewheelin’ (1963). La imagen, donde Bob y Suze caminan el uno al lado del otro, representa el amor en plenitud. Ella aferrada a él. Y este último con el semblante de alguien que se siente cobijado en medio del frío. No sabemos a dónde se dirigen, aunque bien podría decirse que están ahí plantados en la eternidad.
En Crónicas, Volumen I, su libro de memorias, Bob Dylan cuenta una anécdota respecto a la vez que conoció a Suze. El impacto del primer encuentro fue tal que no pudo sacársela de la mente. Y aunque por aquel entonces no eran más que simples conocidos, de inmediato ella se adueñó del puesto número uno entre las prioridades. La jovencita castaña lo hacía vibrar hasta dejarlo en un estado lamentable, sin capacidad de serenarse ni pensar. Un problema grave si se tomaba en cuenta que ni siquiera sabía si la volvería a ver.
Para remediarlo decidió acudir a otras pasiones: el cine, en donde a menudo encontraba un refugio, una experiencia de salvación. Decidió meterse a ver un par de películas en la zona de Times Square. Una de ellas era “Rey de reyes” de Nicholas Ray. La otra era “Atlántida: El continente perdido” de George Pal. Quizás podría olvidarse del amor con la ayuda de Hollywood.
La experiencia acabó por ser un desastre. De nada sirvió que George Pal dispusiera en su cinta un coctel de submarinos, volcanes en erupción, terremotos y animales exóticos. Los efectos especiales no lograron moverle un solo pelo a Bob Dylan quien no pudo concentrarse ni poner la menor atención al espectáculo que estaba ante su rostro. La que acaso fuera la película más entretenida de la historia no podía competir con la mujer cuya sonrisa era “capaz de iluminar una calle atestada”. Un genio en ciernes estaba consumido por la más elemental y compleja de las emociones.
Una historia que pone las cosas en perspectiva. Incluso lo mejor de Picasso y T. S. Eliot puede sucumbir ante las miradas que arrastra una mujer de piernas bonitas.