La corrección política ha conseguido que las atrocidades campen a sus anchas con total impunidad. Un sector de la población camina con el temor de denunciar prácticas que deberían ser condenadas sin miramientos ya que esto podría llevarlos a ser tachados de intolerantes por una manada de inspectores que lo permiten todo en un afán secreto de destruir lo que en otrora fue la época dorada de la cultura.
Varios personajes y distintas conductas se han aprovechado de la situación para imponerse dentro de la sociedad. Lo hacen de una manera tan intensa que lo espantoso acaba por verse con condescendencia y como si fuera normal, cuando lo justo sería que la barbarie desapareciera de un plumazo y para siempre de la historia humana.
Quizás el caso más significativo de la cruzada anti-finura sea el de la pizza hawaiana. Desde su creación, ideada por científicos enfermos que buscaron destruir a occidente desde adentro, de algún modo se las ingenió para ganar terreno en las preferencias de la gente a pesar de ser, digámoslo claro, una salvajada gastronómica.
Algunos lectores saltarán de su asiento para decir que la pizza hawaiana no está tan mal. Dirán que existen cosas peores de las cuales quejarse y que dedicar un texto a lanzar una diatriba contra un simple platillo es una muestra de frivolidad. Nada más lejano de la sensatez. Por culpa de mentalidades tan livianas como la de ustedes es que la pizza hawaiana ha logrado apoderarse de la modernidad. Nadie le ha puesto un alto. Y si bien alguna vez existió un valeroso grupo de resistencia que denunciaba la presencia de semejante bodrio culinario, con el paso de los años este se ha debilitado hasta quedar en ruinas.
En la actualidad vociferar contra la pizza hawaiana se ha vuelto de mal gusto y lo condena a uno al ostracismo social. Y debería ser al contrario. La ironía ataca de nuevo: el mundo al revés en el que estamos sumidos hasta el mareo.
Combinar piña y jamón es ya de por sí un asunto que revuelve el estómago, sin embargo al involucrar a un plato tan noble —como es la pizza— la ofensa se vuelve mayor. La ordinariez no tiene respeto por lo sagrado e invade con su manto pestilente cuanto lugar le sea posible. Si no ofrecemos resistencia, pronto veremos otros sacrilegios. ¿Se imaginan un taco hawaiano? Tortilla de maíz rellena de queso, jamón y piña que harían revolcar a nuestros ancestros desde sus respectivas tumbas. No, no podemos dejarlos. Aparten sus sucias manos de nuestra comida.
La pizza hawaiana, por cierto, no es de Hawaii. Sus orígenes al parecer se encuentran en Alemania, país acostumbrado a legar lo mejor y lo peor del siglo XX. De esto se supo hasta hace no mucho, cuando el alcalde de Honolulu inició una campaña para deslindar al archipiélago de cualquier implicación en la invención de dicha variante de pizza. Temeroso de que la imagen de su territorio se viera mancillada, procedió a rechazar las acusaciones que pesaban sobre un lugar que tenía fama de paradisíaco. La pizza hawaiana era lo único que alejaba a Hawaii de la perfección, de modo que la acción conjunta de funcionarios culturales, económicos y diplomáticos fue vital para salvaguardar el prestigio de uno de los mayores atractivos geográficos que existen en el Pacífico. Pese a los esfuerzos, la campaña «Stop ham and pinepple» («Aole au e olelo aku i pizza me ka hama a me pineapple» en hawaiano) tuvo alcances limitados. Mucha gente todavía asiste a la isla con la intención de probar un platillo típico que nunca lo fue, aunque algunos pobladores han lucrado con el malentendido bajo una dinámica de venta de ropa y sombreros que ha potenciado la economía de la localidad.
Tocar el tema de la pizza hawaiana trae complicaciones. Es una cuestión polémica que puede herir susceptibilidades y traer consecuencias para quien se atreva a oponerse al consumo de semejante engendro. Hacerlo implica echarse encima a millones de admiradores y a un lobby de poderosos que a lo largo de las últimas décadas ya ha silenciado a quienes se atreven a criticar a su alimento preferido. Basta recordar el caso de Xavi Stokes, un joven empresario barcelonés que en 1994 vio arruinado su local de comida rápida luego de negarse a vender pizza hawaiana dentro de sus instalaciones. «En el negocio de mis abuelos no va entrar esa basura«, dijo a los medios de comunicación, poco antes de aparecer muerto en circunstancias sospechosas. El cadáver del pobre hombre fue encontrado en una bodega con rodajas de piña metidas en las cavidades oculares. Aquello era una señal. Una amenaza velada. Desde entonces nadie en Cataluña se ha atrevido a cerrar las puertas a la pizza hawaiana por temor a recibir castigos similares a cuenta de la mafia en el poder.
Igual no todo es obscuro. Me consta que existe gente noble entre los consumidores de pizza hawaiana. A varios de ellos los estimo y algunos incluso pertenecen a mi familia. Esto no impide que mire el fenómeno de manera objetiva y pueda concluir que todos ellos merecen ser condenados a la pena capital, con el aseguramiento previo de que ninguno de ellos haya dejado descendencia.
Ante el ambiente de depravación al que estamos sujetos, no queda otra que tomar medidas severas. Y hay que hacerlo de manera urgente, antes de que una raza alienígena venga a darse cuenta de lo bajo que hemos caído como especie. Es necesario instalar un plan de contingencia a escala global, pero antes se deberá promover un proyecto sólido en la agenda de las mayores cumbres de política internacional. Ha llegado el momento en el que los Caballeros del Pepperoni se unan para plantar cara al eje del mal.
Cierro con una confesión: alguna vez yo fui consumidor de pizza hawaiana. En los alocados años noventa, cuando la vida era rebelión y desenfreno. Era común que en las fiestas infantiles aparecieran estos personajes: niños que surgían de entre la sombras con sus ojos rojos para preguntar «¿quieres darle una mordidita?» mientras extendían la mano para ofrecerte un triángulo de pan con queso, piña y jamón encima. A veces uno aceptaba la oferta, presa de la emoción, aunque tarde o temprano acababas por darte cuenta de las consecuencias. Al degenere había que decirle que no.