Existen personas a las que asociamos a un contexto muy particular y que al encontrarlas en cualquier otro lado no cabe otra sensación que la de un estupor a punto de quiebre. Como cuando uno se topa al profesor de matemáticas (un hombre avejentado y cascarrabias) en la calle comiendo, digamos, un helado de vainilla. Es de no creer. El mito se te derrumba. Aquel señor de aspecto incorruptible, que estabas convencido no tenía necesidades fisiológicas, está de pronto ahí, disfrutando un helado con el regocijo de un niño cualquiera. La impresión se vuelve mayor al notar que el profesor no va vestido como de costumbre. El traje, el suéter, son sustituidos por ropa deportiva y una gorra que lo cubre del sol. Incluso resulta que el tipo tiene una familia que le quiere. Cuenta con toda una vida sentimental, según consta en la estampa de verlo tomado de la mano con su esposa.
Sensaciones parecidas quedan en el cuerpo cuando se avista en la tienda a uno de esos tipos que asisten a tu mismo gimnasio. Aquella figura de vigor, que cada mañana levanta pesas, está en un pasillo tratando de elegir entre dos tipos de pastas dentales. O como también pasa con el compañero del trabajo con el que nunca hablas, pero que al divisarlo en un parque te obligas a saludar por mera cuestión de familiaridad. Es probable que ese encuentro en tierras lejanas motive una acercamiento que jamás se habría dado en el frío distanciamiento que supone ser vecinos de cubículo.
Saludar a conocidos en la calle plantea varios dilemas. Es verdad que la mayoría de las veces sobreviene una incomodidad, al menos si tienes una personalidad más bien introspectiva o si has salido con la peor pinta posible. Sobre esto último, un remedio infalible: vestirse de gala aunque sea para ir con el zapatero. De este modo no te encontrarás a nadie importante en la calle, como dictan las reglas irónicas del cosmos. Al guionista del universo le encanta el conflicto y, si andas con cautela, pocas veces te recompensará. Y al mismo tiempo, si decides distraerte un poco, lanzará el peor de sus castigos. Porque ya se sabe: si salieras en pijama, ante la misma eventualidad, ten seguro que te encontrarías a medio mundo: a un viejo compañero de la secundaria, a tu jefe del trabajo, a una antigua pareja y, desde luego, al potencial amor de tu vida. Mejor no correr riesgos e ir impecable todo el tiempo. Entonces no te verá nadie en absoluto.
Digo que el saludo es incómodo porque hay gente a la que no le gusta ser saludada. Gente que prefiere no ser interrumpida en un vaivén de aislamiento nómada. Esos que voltean la cara cuando descubren que los has reconocido o que, de plano, se dan la media vuelta para no verse en el suplicio de tener que pasar a cerca de ti y, oh tragedia, tener que estrechar tu mano.
Este tipo de conductas incivilizadas son desmoralizantes para el espíritu sensible. Hacen que te transformes y acabes convirtiéndote, sin darte cuenta, en uno de ellos.
Recuerdo aquellos días en los que yo saludaba a cuanto energúmeno se cruzara en mi camino. Lanzaba sonrisas y extendía mi mano franca a conocidos con los que coincidiera en la vía pública. Esto, lejos de ser correspondido con gentileza y agradecimiento, fue desalentado por gestos descortesía entre los que abundaban el voltear la cara a otro lado, dar la espalda o hacer como que la virgen les habla para fingir que no han reparado en mi presencia.
Cuando esos casos empezaron a sobrepasar al de los amables, al de los educados, desistí en la misión de saludar a gente en la calle. Quizás era mejor no interrumpirlos. Dejarlos en paz. No molestar. Y así comencé a convertirme en un fantasma que a lo sumo lanzaba una miradita de lejos antes de proceder a un acercamiento que pudiera encontrar una negativa de la otra parte.
Empecé a aplicar el protocolo con sujetos de familiaridad media-baja. Con los típicos personajes con los que no posees vínculo alguno salvo amistades en común. A ellos no era necesario acercarse. Para qué. Tampoco quise verme en aprietos adicionales, así que podía descartar de la misma forma a compañeros de los que no recordara apellidos, estado civil o que no estuvieran presentes en mis redes sociales.
Luego radicalicé la postura. Un cúmulo de decepciones (personas a las que estimaba y que llegaron a pasar olímpicamente de mí en la calle) me llevaron a ser alguien aún más reservado, con un temor permanente de incordiar o asfixiar a alguien con un saludo. La maniobra era complicada y traía angustias ya que era difícil abstenerse de interactuar con el entorno inmediato. Había que cuidarse de no fijar la mirada en alguien por más de un segundo, ante el riesgo de que ese alguien fuera un conocido al que había que evitarle las molestias de saberse identificadas.
En este cambio también influyó un factor añadido: mis problemas con la vista. En repetidas ocasiones me vi en el bochorno de saludar de lejos a perfectos desconocidos porque los había confundido con otra persona:
¿Ese de traje gris será Manuel? Sí, sí es. Levanta la mano y sonríele. No, espera. No es. Los lentes de Manuel son un poco más grandes. O no. Creo que sí, es él. Es Manuel. Está igualito. Con ese bigote no hay pierde. Está un poco retirado, pero lanza un gesto para él o pensará que lo estás evitando. Muy bien. Con ondear la mano es suficiente. Solo que como que no le gustó. Se ve medio enojado. Ahí viene. Trae un martillo. Espera, ese no es Manuel. Camina, camina, camina, camina, camina, camina.
Un horror. Eso era ya.
Un horror que no podía seguir. Tenía que rehabilitarme. Ser el mismo de siempre. Por respeto a esas personas que sí echan de menos un hola, qué tal cuando coincides en una esquina.
Por las grandes conversaciones casuales que surgen con aquellos a los que hace tiempo no veías.
Por educación. Por un código de comportamiento al que no hay que renunciar aunque el resto del mundo se haya pasado al club de la ruindad.
Y sobre todo por mí, que está muy feo eso de no poder estrechar manos y extraer una que otra sonrisa.