De casi todo me he hartado excepto de la música. Hasta las mayores pasiones pueden llegar a desgastar. Ni siquiera la literatura funciona de manera permanente. Es posible cansarse de ella. Leer por horas y luego sentirse agotado, sin ganas de seguir. Lo mismo con las películas y los espectáculos en general. Es posible incluso saturarse del ser amado. Pero la música se erige como algo mayor. Un placer perpetuo que funciona sin ambages en cualquier contexto. La música está ahí cuando leo, cuando entro a la cocina, cuando acabo de despertar. La uso para dormir y también cuando necesito un desahogo. La música funciona en las sesiones de ejercicio, en las caminatas sin rumbo por la ciudad. Combina a la perfección con los trayectos en auto o cuando quieres recordar a una vieja persona en un momento de soledad. A la música no renuncio. En las buenas y en las malas está ahí, apenas por debajo de la respiración y los alimentos como medio de subsistencia.
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Que los cretinos no te detengan. Ellos siempre se quejarán y cada movimiento que hagas será una fuente de alimentación para que descarguen sus propias frustraciones. No les queda mucho más. Es la actividad que les reditúa mayor satisfacción, lo cual, a su modo, representa un panorama vergonzoso y deprimente a partes iguales. Retraerse por ellos es un error. No temas a sus críticas ni a sus burlas. Sigue a lo tuyo: pintando, escribiendo, cantando, actuando, bailando y cuanto gerundio se te ocurra. Vendrán abucheos, gente que quiera bajarte del escenario. Y ahí el truco, dejar que sigan odiando.
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El buzón, en otros tiempo un cofre de tesoros, se ha vuelto un verdadero depósito de desechos. Ni una postal ni carta de amor se encuentra ya dentro de ellos. Todo son recibos, cuentas, reclamaciones. Listado de cifras que se han de pagar. El panorama sería insostenible (digno de clausurarse) si no fuera porque de vez en cuando aparecen pequeñas recompensas: algún folleto de comida, la promoción que se antoja irresistible ante el martirio que significa tener que hacer las cosas uno mismo.
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Una cuestión irrelevante que a la gente le encanta presumir: el tomar el café sin azúcar. Cuando alguien lo menciona, con altivez y grandilocuencia, pareciera que aspiraran a recibir un reconocimiento, a salir del lugar cargados en hombros como si no vaciar un sobrecito en una taza los convirtiera en gladiadores modernos equiparables a los antiguos héroes que con una espada eran capaces de conquistar poblaciones enteras. Lo mismo con los que se jactan de preferir las bebidas alcohólicas en estado puro, sin añadirles nada, sintiéndose así los seres de mayor masculinidad sobre el orbe, a la espera de un aplauso de la multitud. Ninguna de las dos preferencias es incorrecta, de hecho son recomendables en la mayoría de los casos. Pero sacar el pecho por ello es ridículo, de la misma forma en que resulta patético ver a alguien que se precia de tener buena ortografía. En este tipo de asuntos lo mejor es actuar según se guste sin más; predicar con el silencio, un tipo de distinción que por desgracia ha caído en desuso.
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Hay sensaciones que se pierden con los años pero que eventualmente se homologan en otros escenarios. Por ejemplo, la alegría y liberación que supone la campana de la escuela cuando es la hora del recreo o la hora de salida. Un arrebato similar surge años después, cuando aparecen los créditos finales de una película que se percibía aburrida e intolerable. La pantalla en negro con los nombres del equipo de producción se convierte en un alivio que funge de campanazo.
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Guardo en la memoria a las personas que hicieron algún bien en mí como muestra de gratitud. Un homenaje privado.
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Creo que he perdido el toque. Me percibo errático, confuso, sin gracia alguna. Los comentarios que realizo carecen de frescura. Soy incapaz ya de relacionarme con nadie, al menos con fluidez y permanencia. No logro conectar. Actuar con naturalidad está fuera de mi alcance. Me lo pienso todo veinte veces antes de que los acontecimientos sucedan e imagino escenarios excepcionales que a la postre chocan con lo decepcionante de la realidad.
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Rechazo cualquier halago que se me haga, aunque por dentro suelto los fuegos artificiales.
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Una frase de Charles Lamb mencionada por J. M. Coetzee en una de sus cartas: «Se puede tener amigos y no querer verlos».
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Decir «tengo hambre» cuando eres niño y remover las aguas. La familia se desplaza en busca de soluciones. Se prepara algún platillo o se pide alguna opción a domicilio. En el peor de los casos se recurre a un recurso pasajero en lo que llega la hora de la comida: te compran unas galletas. De adulto la expresión se vuelve estéril. Lo más cerca que estuvimos de ser reyes quedó en el pasado, cuando usábamos un pañal.
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Pese a lo contraproducentes e irracionales que sean, hay que admitir que las supersticiones tienen su gracia. Ahí está la costumbre de enterrar un cuchillo en la tierra para evitar que llueva en un fecha especial (una boda, digamos). Una especie de amenaza a la naturaleza. Como se te ocurra arruinarnos la fiesta, vendrán otras medidas. Cuidado con pasarte de la raya o lo próximo que sabrás es que te habremos golpeado en un árbol con el martillo.
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El acto de compartir ideas tiene su nobleza.Sentarse a expresar lo que se lleva por dentro, con el esfuerzo y desgaste involucrados, no en busca del reconocimiento, sino para contribuir al flujo de la sociedad. Sin esperar nada a cambio, ni una sola retribución excepto ser un grano de arena.
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Un hombre de la ciudad dice vender sus poemas. Lleva un maletín lleno de papelitos y se acerca en las noches para ofrecerlos. «Soy escritor, le vendo un poema». No estoy interesado y sin embargo le pregunto cuál es el precio. «Veinte pesos cada uno», dice él. Le ofrezco la mitad y se niega. Es complicado determinar si su actitud es digna de admiración o desprecio. La cuestión es que al comprar un libro de Ezra Pound cada poema acaba por costar menos que su tarifa, y no voy yo a contravenir a los clásicos.