El libro de Claire

Problemas de sueño, la gran pesadilla. Dar vueltas en la cama sin poder dormir da una sensación parecida a la de ser un prisionero. Frustración, encierro, sin opciones de escape. A la espera de que el cansancio haga de una vez su trabajo. Mi situación empeora cada noche al respecto. Los desvelos lúdicos de la adolescencia han derivado en una maraña que ya es imposible de revertir. Estoy incapacitado para la tarea. No puedo dormir de la manera adecuada. Si pudiera pedirle tres deseos al genio de una lámpara consideraría incluir entre ellos la súplica de descansar con placidez todos los días, aunque al final sé que terminaría por pedirle alguna otra cuestión mucho menos útil. Recurrir a la ayuda divina no sería descabellado dado que la situación ha alcanzado niveles insoportables. Con tal de conciliar el sueño sigo rituales rocambolescos propios de la dinámica bola de nieve en la que me he involucrado. La maraña dio comienzo con elementos inocentes: poner una canción para conseguir dormir o usar una cobija con determinadas características. Luego entraron inclinaciones más puntillosas: solo caer rendido en caso recostar el cuerpo del lado derecho, abrazar una almohada y usar tapones en los oídos. Las condiciones se van acumulando. El otro día descubrí que nomás puedo dormir si me pego a la pared que tengo a un costado de la cama. Con ello he llegado a la conclusión de que el próximo año necesitaré del auxilio de una orquesta sinfónica en mi habitación e insertar una aceituna en el ombligo para caer en los consabidos brazos de Morfeo.

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En el área de la literatura ya se publica tanta porquería que hasta no hacer nada empieza a dar caché.

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Un misterio es el de localización de los juguetes con los que pasamos la infancia. A los ocho años parece que tenemos montones de pertenencias —inagotables, perpetuas— y llega el punto en que, sin saber cómo, aquello ha desaparecido. Los muñecos, los autos de plástico, las chucherías dejan de estar ahí, sin más. Soldados caídos en una mudanza o tirados a la basura sin que nadie se haga responsable. O también otra posibilidad, una mucho más creíble, la difuminación de una era. Juventud marchita, vejez al acecho. La confirmación de que hay que ingeniárselas con lo que se tiene. No hay manera de volver. Nada nos acompañará hasta el final.

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Despertar temprano y por algún tipo de embote psicológico quedarse con la mirada puesta en el suelo o en la pared, sin apenas pensar, como si el resto del entorno careciera de importancia. La mente en blanco. Dudo que algún tipo de doctrina espiritual pueda causar un trance tan profundo.

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Tremenda desventaja la de acostumbrarse a estar vivos. Alguien que se sabe con un tiempo límite en la faz de la Tierra (digamos, 2 años), se esfuerza por aprovechar cada segundo. Gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes (decía Kerouac). Alguien que, en cambio, transcurre sin tales presiones, se queda acostado en un sillón, como si no hubiera límites, sin saber que en ese mismo instante podría ponerse unos zapatos y salir a la calle con la consigna de ser feliz.

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Hay una cosa que tomo como infidelidad: prestarle un libro a una mujer y que esa mujer le preste ese libro a otro hombre. De solo pensar en tal panorama se me revuelve el estómago y siento ganas de vomitar. Perdonen la cursilería.

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Angustia: cargar con un billete que se sabe defectuoso por alguna mancha o  rotura . Cargar con él en la cartera, en el bolsillo, e intentar pagar con él en algún lado  pesar del remordimiento. Temer al rechazo del tendero o, peor, que el billete sea recibido y esa persona quede con la maldición; que sufra de penurias por intentar cambiarlo a su vez. Y la aflicción de no haber tenido el suficiente cuidado (el suficiente carácter en ocasiones) para haber rechazado aquel billete en su momento, por mucho que las normas de los bancos centrales indiquen que sigue teniendo validez.

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Descarto a cualquier persona que no le pida al empleado del supermercado  que su jamón sea cortado en rebanadas delgadas. Manifestar cierta delicadeza, cierta finura, es un detalle de importancia. Para seres toscos mejor regresarse a las cavernas.

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Si algún tipo de ley pidiera comprobar y sustentar cualquier aseveración que se haga en público, tengan la seguridad de que las redes sociales se librarían de toneladas de bravuconería y desinformación que van de ilustradoras cuando más bien contribuyen a la confusión y el delirio.

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La humillación y la valentía se entremezclan a la hora de comer un alimento caducado.

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Los niños juegan futbol hasta que la pelota se poncha o acaba fuera del alcance, volada en alguna casa desconocida o en el tejado de una tienda hostil. El desánimo toca el fondo. Dar de este modo los primeros pasos hacia la desilusión que eventualmente se radicalizará hasta dejarte en el suelo.

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Lo cuenta Bukowksi en alguno de sus libros. Está una noche frente a la máquina de escribir en plena soledad cuando de pronto alguien toca la puerta de su departamento. Son dos jovencitas alemanas que no pasan de los 23 años. Son admiradoras suyas que quieren conocerlo antes de continuar su ruta de viaje alrededor de Estados Unidos. Él acepta, las invita a pasar. Lo malo es que no tiene nada qué ofrecerles, sus reservas se han agotado. Recurre entonces al teléfono, llama a licorería de confianza y pide que le lleven un par de botellas a domicilio. Mientras tanto, la plática fluye. Bukowski y las chicas entran en confianza, se llevan de maravilla. En apenas unos minutos hay caricias, carcajeos. Un viejo con deformaciones en la cara disfruta de la compañía de dos bellas mujeres. La puerta suena de nuevo. El alcohol ha llegado. Bukowski abre y recibe la entrega. El repartidor aprovecha la oportunidad para echar una mirada al interior del departamento, desde donde salen las vocecitas. Ahí ve a las dos alemanas, con ropa provocativa, en plena efervescencia. «Señor Bukowski, ¿cómo le hace?», le pregunta. «Mecanografiando», responde él.

clara

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