Sucedió un domingo. Fui a un pequeño restaurante de la ciudad a comer, como hacen aquellos que se cansan al fin después de una semana de labores domésticas. El lugar elegido era sencillo, pequeño, de precios módicos. Un establecimiento que no suelo frecuentar. Donde el dueño no sabe mi nombre y donde encuentro un nuevo equipo de meseros en cada visita. En la ocasión que refiero ahora, tuve a bien a encontrar el local semivacío.
El panorama era más o menos el siguiente. En una mesa se hallaba una señora con su hija, a la espera de que les entregaran su pedido para llevar (lo cual ocurrió pronto) y en otra mesa un anciano, que comía a solas desde una esquina. Fuera de eso, el resto de los asientos estaban disponibles. Me senté entonces en un rincón cerca de la ventana principal. El calor pegaba fuerte y por alguna razón las moscas decidieron invadir la zona. El sonido de su vuelo rompía con el silencio, pero ninguno de los presentes parecía quejarse ni lamentar el paso de al menos una docena de insectos. Una de ellas, una de esas moscas, descansaba sobre el salero de mi mesa. La observé por un rato, con esa fascinación que despiertan con sus patitas flacas, que frotan como si estuviera rezando. Luego fijé la vista en una de las paredes, en donde relucía montada una televisión. Se transmitía un partido de futbol entre las selecciones de Alemania y Ucrania. El volumen era mínimo, así que uno tenía que imaginar los gritos, los cánticos del estadio.
En eso llegó la mesera. Pedí un platillo corriente y regresé a lo mío. Fue ahí en donde noté que el anciano sentado en la esquina guardaba un gran parecido con cierto escritor. Y no con cualquier escritor, sino con J. D. Salinger en su periodo postrero, con cabello blanco y arrugas que en sí mismas son una manifestación. El hombre era idéntico (nariz grande, cejas alargadas, mirada profunda, ausente), salvo por la vestimenta que llevaba, no muy en sintonía con lo que se espera de un autor cumbre: tan sólo lo cubrían unos pantalones cortos color púrpura y una camiseta blanca de tirantes. El calor, como he dicho, sentaba fatal y el señor no tenía empacho en flexibilizar las normas de etiqueta. Prueba adicional eran sus sandalias, descoloridas y medio rotas, propias de alguien que sale a la calle con la misma confianza con la que anda en la intimidad de su habitación. Otro detalle que lo separaba de Salinger eran unas cicatrices extrañas que se repartían en su rostro, como si hace unas semanas hubiera sufrido una aparatosa caída, de esas que replantean en lo sucesivo el cuidado que se tiene al andar. Respecto al resto, era casi él. Un Salinger redivivo.
Cuestión aparte era su forma de comer: con desesperación, sin respeto por las posibles consecuencias que un atracón puede traer a un anciano. En aquella mesa, su mesa, se apilaban cinco platos vacíos. Lo que llegaron a contener era un misterio. El señor se concentraba ya en un tazón lleno de papas a la francesa. Las tragaba una tras otra casi sin pestañear. La tarea parecía una prioridad para él, una urgencia. No despegaba los ojos de los alimentos que reposaban enfrente. Comía y comía, despertando así la duda de si aquel recipiente tenía fondo, o si se trataba de una dotación infinita de chatarra a disposición de alguien que más bien debería estar comiendo ensaladas verdes y un poco de pescado.
A Salinger, por cierto, y me refiero al original, le encantaban las hamburguesas. Es probable que también le gustaran las papas a la francesa, la alianza entre una y otra cosa es de proporciones históricas. Una coincidencia a sumar entre ambos viejitos.
Recoge tus maletas y vuelve aquí enseguida. No echaré el cerrojo.
Nadie en el restaurante pronunciaba palabra alguna, salvo por el dueño, que atendía órdenes a domicilio desde un teléfono alámbrico. Mi comida llegó al cabo de unos minutos y procedí a llenar el estómago. También decidí enfocarme en la televisión. No quería molestar con una mirada imprudente. Debía resistir los impulsos de espía, aunque a unos metros tuviera a una réplica de uno de mis escritores preferidos. Seguí de tal modo, con un gran esfuerzo, evitando observar al tipo que me tenía cautivado. La tarea fue complicada. No pude disfrutar lo que había pedido; cada mordida era una tortura: mi mente viajaba en otra dirección. Quería abrazar a Salinger. Tocar sus manos para que su magia me invadiera. Estaba dejando escapar una oportunidad única.
A pesar de ello, tuve éxito en el ejercicio de contención hasta que terminé con la comida, punto en el que quise darle una recompensa a mi fuerza de voluntad. Ya podía ver de nuevo al hombre. No sería raro volver a hacerlo luego de varios minutos de tregua. El riesgo de incomodarlo era asunto del pasado.
El hombre había terminado con sus papas a la francesa. Ahora miraba el partido con atención. Tenía un palillo en la boca al que movía de un lado al otro con mucho estilo. Fue ahí cuando comenzó a hablar.
—¿Quién esta jugando? —preguntó sin despegar la vista de la pantalla.
—Ucrania y Alemania —dijo el dueño del local.
—¿Quiénes son los de amarillo?
—Los ucranianos. Van perdiendo.
—Por poquito. En otros tiempos Alemania ya iría ganando 5-0.
—Sí, apenas van 1-0 y ya se va a acabar.
—Es verdad, no me había fijado. El juego está por terminar. Dígame cuánto le debo, por favor.
El dueño del local hizo la cuenta y se la entregó. El hombre pagó con un par de billetes arrugados. Mientras esperaba el cambio, cayó el segundo gol de Alemania, en el último minuto del encuentro. «Nada más dos», dijo, «nada más dos» a la vez que levantaba las cejas. Dio un suspiro y emprendió el camino de regreso a la calle. Nuestras miradas nunca se cruzaron.
Durante algún rato permanecí inmóvil, sonriendo al techo.