En caso de que seas alguien interesado en la autodestrucción, alguien que gusta de acercarse a los dolores y quiere ver su vida arruinada, tengo un consejo para ti con tal de que lo consigas.
Olvídate de los recursos anticuados, tan gastados y aburridos. La autoflagelación y la asfixia con calcetas son métodos que han dejado de estar a la vanguardia desde hace muchos años. Igual que privarse de la comida. Lo de hoy es tomar alternativas de mayor creatividad para torturarse. Boicotearse hasta conducirse al vacío, aquel lugar en el que invariablemente van a parar los seres faltos de confianza y optimismo como lo eres tú.
De modo que para llegar con éxito al fracaso se debe seguir una estrategia apropiada que impida a toda costa una posible redención. El esfuerzo tiene que ser tal que ni siquiera haya espacio para el milagro. Para ello uno ha de estar convencido y tener una vocación genuina para la derrota. No vale ser el clásico ejemplar que nada más busca llamar atención a través del aspaviento. Los impostores que juegan al llanto y la penuria con el deseo oculto de recibir el consuelo de los demás, porque en el fondo, lejos de ser degenerados con integridad, son unos cursis de primera.
Hundirse en la desgracia implica un compromiso con la miseria, estar dispuesto a ir hasta el límite con tal de volverse alguien digno del peor de los desprecios, título al alcance de casi cualquier ser humano que se deje llevar por su naturaleza. Accesible y difícil a la vez. Quien quiera estropearse tiene que seguir unas instrucciones bastante simples. Otra cosa es conseguirlo.
Ya lo decía un viejo pensador romano: caer es fácil, basta con no hacer nada.
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En mis tiempos más vulnerables aprendí a expresar el desprecio que sentía por aquello en lo que me había convertido. Un reproche que le lanzaba hacia mi propia personalidad con la esperanza de que espabilara y me convirtiera en alguien de provecho. Empresa que, hay que decir, nunca llegó a buen puerto pero que al menos sirvió para que me mantuviera ocupado.
Para ello eché mano de un plan que conocí en uno de los primeros libros que tuve a bien leer. Una obra de la cual no recuerdo el título exacto, aunque era algo así como Contracorriente, En la corriente o Un frasco suelto en Beverly Hills. La cuestión es que en uno de los pasajes venía el castigo que un marinero se inflingía a sí mismo luego de asumirse como el único culpable del desmoronamiento de su trayectoria amorosa.
«Alguien que ha hecho tanto daño no merece vivir en paz», se decía, y en un acto de humildad tomaba la decisión de darse un golpe simbólico a modo de justicia. Una reprimenda que, sabía, no iba a darle el sistema legal ni tampoco sus antiguas amantes, todas ellas nobles, dulces figuras que no merecían el trato que él les había hecho sufrir.
Ocurre en el noveno capítulo de la novela. El protagonista de la historia va a un supermercado y compra seis costales de azúcar para llevárselos a casa. Costales que pesan cincuenta kilos cada uno.
Este es el punto donde los lectores se inclinan a la obviedad e intuyen que el hombre consumirá el contenido de los costales a base de cucharaditas mientras mira el Campeonato Mundial de Snooker por televisión. Aquel era un castigo habitual en la tradición de la época, deudora del bolchevismo a principios del siglo. Pero lo que termina por suceder es muy diferente, mucho peor.
Y es lo que debes hacer tú, si es que quieres arruinarte la vida por un rato.
El marinero vuelve al lugar en donde habita y lo primero que hace es vaciar el contenido de los costales en cada una de las habitaciones de esa pocilga que tiene por hogar. Suelta una cantidad importante de azúcar en los espacios que se cruzan en su ruta y luego, con la ayuda de un pequeño ventilador, esparce los granos hasta que quedan repartidos de manera imperceptible por todo el suelo y parte de los muebles.
El azúcar está ahí. Ha invadido el lugar en el que ha pasado los años. Y aunque en un primer vistazo no se alcance a divisar (partículas dulces y transparentes le juegan la burla), basta con dar un paso para escuchar el crujido. Un sonido molesto que está ahí para atormentar en cada pisada. Un recordatorio del monstruo que es.
El volumen de azúcar, así como su repartición estratégica, complican los labores de limpieza. Así uno se previene de posibles arrepentimientos. La penitencia tiene que pisar a fondo el acelerador. Una pesadilla que no termina si se hace un llamado de emergencia a los servicios de una escoba.
Por más que se intente trapear, entre las decenas de miles de granos quedarán siempre algunos rebeldes que chillarán entre las esquinas una mañana cualquiera cuando los infortunios parezcan superados.
La memoria traerá de nuevo el peso de la pobreza. Eso que en un primer término hizo que cayéramos en el fastidio que significa estar en donde estamos.