Cómo escribir sin tener nada de que escribir

Te sientas sobre la silla y te pones a escribir. Así de fácil. Así de sencillo. Anotas algunas palabras como jabón o pimienta aunque no vengan a cuento y luego esperas a que algún otro anzuelo se cuele en tu cabeza. A lo mejor terminas hablando sobre una receta de cocina aprendida hace unos veranos en la casa de tu abuelita, en cuyo caso no hace falta más que soltar otros ingredientes y la instrucción más o menos escueta sobre cómo evitar que la carne quede demasiado dura para el paladar. Tienes que tener cuidado de no distraerte mucho ya que podrías empezar a mencionar a un satélite soviético mientras dabas las indicaciones de cómo picar la cebolla. El lector se descolocaría. Pero tampoco te preocupes tanto. No es que lo que hagas sea tan importante. Tiene menos valor que una fruta. Así que puedes darte alguna que otra libertad. Por ejemplo, recuerda el día en que quisiste aprender a andar en patines. Que aquello fue un fracaso y que no te explicas cómo es que hay meseras que transportan charolas llenas de alimentos en esos zapatos con ruedas abajo. Eso sí que es admirable, no lo tuyo. Cualquiera se puede poner frente a un teclado y soltar una palabra tras otra. En cambio no todos pueden balancear cuatro vasos sin que el líquido se derrame sobra las albóndigas… Aguarda, ahí has vuelto a la comida. Estás escribiendo sobre la comida otra vez. Será mejor que desvíes el rumbo. No quieres ser reiterativo. La baraja es amplia. De lo que se trata es de escribir cuando no tienes nada de que escribir. Aunque es una forma de decirlo, porque siempre hay cosas que contar. Si pones atención todo vale. El único error es creer que uno ha de ser interesante, lo cual presiona y cohíbe.  Si piensas así, te tengo buenas noticias: no es verdad. No tiene que ser así. Uno puede ser aburrido, tienes el derecho a ello. En ocasiones es hasta preferible. Estamos saturados de personas que viven obsesionadas con relatar hazañas, acontecimientos extraordinarios. Gente que clama por la caída de un meteoro para pensar que tiene un tema sobre el que escribir. Lo cierto es que las ideas no son tan importantes. Vale más la cadencia, el tratamiento de las líneas. Se lo decía Mallarmé a Degas, cuando este último se lamentaba el hecho de que no pudiera desenvolverse en el arte de los poemas aunque estuviera rebosante de ideas para hacerlo: «Querido Degas, los poemas no están hechos de ideas. Están hechos de palabras» (las comillas son más bien simbólicas, en torno a aquella declaración hay ligeras variables según la fuente consultada). Claro está que Mallarmé se refería —quiero pensarlo— a que el fuerte de la poesía está en el juego que se hace con el lenguaje, la exploración de recursos y sonidos para lograr fenómenos verbales. Un asunto de oficio, genio e imaginación. La ocurrencia es lo de menos, es abominable incluso cuando piensas en aquellos escritores que basan su obra en el ingenio malentendido o, peor aún, en la originalidad impostada. Ahora bien, retomando el asunto de la escritura podríamos ampliar aquella posición (extrapolarlo a la narrativa y cualquier otro género) y darle un giro. Decir que la escritura en general está hecha de palabras, sí. Y aunque parezca una perogrullada no lo es. La mayoría de las personas viven enclavadas ante la perspectiva de que para escribir hace falta inspiración, talento o un dominio conceptual de la realidad. Y no. En el sentido más estricto sólo hacen falta palabras, las que todos tenemos. Ya no vistas sólo como un laboratorio lingüístico, sino como una manifestación. Puedes escribir siempre que gustes si estás con la disposición de apilar las palabras como fin supremo por encima del discurso o la calidad misma. Decir algo, lo que sea, para mostrar que estás vivo. Que puedes hacerlo. Tirar por la borda tu propia desidia y las inseguridades que llevan a creer esa tontería de que no eres lo suficientemente bueno. Porque lo eres, lo eres al momento de tomar un papel, una pluma o desbordar tu corazón frente a una pantalla como si en ello se te fuera la vida.

Tom Sharpe

Tom Sharpe (Evening Standard/Getty Images)

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