Fumar es perjudicial para salud. Casi todos lo saben: merma tu aspecto físico. Para los que no lo crean aquí tienen el caso de Juan, un hombre dominicano que solía dedicarse a la arquitectura. Todo iba bien con su vida hasta que un día empezó a fumar. Alguien le ofreció un cigarro en una fiesta y él aceptó por educación. A partir de ahí ya nunca se detuvo. Arrancó con dos o tres cigarrillos al día, pero pronto sintió la necesidad de más. Dio paso a la cajetilla diaria y después a consumir una docena de cigarrillos por hora. Juan pensó que nunca le pasaría nada. Pese a la advertencias y preocupaciones de su familia, continuó con el vicio. Fue entonces que su esposa lo abandonó. La señora María, harta de la peste y el humo, dejó la casa junto con los dos hijos que habían criado en pareja. A Juan no le importó demasiado. Estaba sumido en los excesos y con la ayuda de seis cajetillas se olvidó del problema. Sin embargo, al cabo de unos meses, vinieron otras desgracias. Juan empezó a perder la cabellera. Los rizos castaños se fueron hasta quedar reducidos a un pelaje que le costaba definir. Sus orejas, por otra parte, crecieron. Más del triple de lo que eran antes. Por si fuera poco, perdió estatura y su cara se llenó de arrugas. Su nariz estuvo a punto de desaparecer. Aquello era una transformación total. Y aunque Juan se angustió durante unos días, siguió con el acelerador puesto en el tabaco. Hubo, en cambio, un detalle que le extrañó en serio. Cada que salía a la calle, la gente le regalaba plátanos. Ocurrió a partir de un lunes por la mañana sin que supiera por qué. Los ecologistas no conocen límites, pensó. Tuvo el deseo de que lo dejaran en paz y, debido a que no es aficionado a las frutas, decidió usar las cáscaras de aquellos plátanos como ceniceros.