John Lennon tuvo una infancia complicada. Una serie de pérdidas y tragedias influyeron en el resto de sus días. Vivencias de las que no se pudo recuperar del todo y que, al mismo tiempo, le sirvieron de inspiración para gran parte de su obra.
En el primer álbum de los Beatles (Please Please Me, 1963) viene una pequeña joya. Quizás la composición más modesta que John Lennon lanzó con sus compañeros, al menos de forma oficial. Dura apenas 1:51 minutos y se llama «There’s a Place». Hay un lugar, eso dice. Y el lugar en cuestión se refiere a la mente, el único refugio que resta cuando todo el exterior te empuja hacia ti mismo, cuando el único alivio posible es el que puedes formar por tu cuenta.
No hay sentimentalismo trasnochado ni pensamiento new age en ello. Nada de «ley de la atracción», según lo cual puedes atraer la fortuna a través del pensamiento. No, lo de John Lennon es más sencillo, más real. Lo que tienes en la cabeza nadie te lo puede quitar. A eso se enfoca. Un fenómeno extraordinario que quizás no tenga parecido.
Y así, en medio de las aflicciones y tristezas, ante panoramas irremediables, queda un consuelo. La posibilidad de viajar a través de lo que se tiene por dentro. El recuerdo de una sonrisa y la reflexión íntima que acaso ayude a salir del pozo.
La vista al mar. Una voz que da ánimo. El impulso definitivo.
Incluso en su periodo de origen, los Beatles invitaban a ir más allá. La clave del éxito carece de una explicación específica, pero un factor importante para entender la enorme trascendencia de la banda fue esa: la conexión, el descubrimiento de una posibilidad que antes no estaba ahí. Un sueño. Saber que hay formas, que hay caminos. Que la pérdida no es total todavía.
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