La música es de lo poco que me mantiene a flote en las últimas temporadas. No sé qué haría sin ella. La carga de responsabilidades asfixia y doblega hasta dejarte atrapado en un rincón. Pero incluso ahí, en el fondo de la obscuridad, se alcanza a escuchar una melodía. Un instrumento que suena: la llegada de los refuerzos. Una banda, una orquesta, un arreglista: mandan su apoyo. O un disco que ofrece un cobijo en medio de la tempestad. Puedo abandonarlo casi todo (un recuerdo, las aspiraciones, un beso) mientras la música se quede. Eso es innegociable. Para remediar el peor de los días y plantarle resistencia a la nube gris. Es poner una canción y saber que no todo está muerto. Que hay caminos. Que uno puede cantar y bailar (a solas) como un acto revolucionario frente a la miseria. El mundo puede caerse allá afuera y da lo mismo. Basta con poner a sonar la bocinas y dejarse llevar en el olvido. Abstraerse de lo que intenta tirarte para abajo. Concentrarse en lo sublime de las teclas de un piano. Un violín que rompe en medio de la tarde. Una voz que indica la salida de emergencia.
La mente me juega malas pasadas. Ocurre cada vez con mayor frecuencia; pareciera que estoy al borde del colapso. El otro día fui a una lectura literaria y al final del evento me acerqué a una poeta. Quería felicitarla. Señalarle lo mucho que había disfrutado de sus textos e indicarle que desde hace tiempo la leía gracias las bondades de internet. Pues bien, me acerco a ella con pasos cortos y, no sé por qué razón, termino por decirle: «Me gustaron tus relatos«. El caso es que, como digo, ella leyó poemas. Me doy cuenta de mi error apenas pronuncio las palabras. Pero no puedo detenerme y cuando termino ni siquiera tengo ánimos de corregir. Estoy apenado y lo único que quiero es salir del mundo y adentrarme en la estrella más cercana. Ya no alcanzo a felicitarla por la manera en que juguetea al escribir. Con esa emoción libre que lanza miradas hacia lo sencillo hasta cargarlo de valor, aquello que la mayoría escritores a menudo pasan de largo por quedarse fijos en los mismos tópicos de siempre. Y que su manera de escribir parece un coqueteo dotado de humor. Un juego en el que los invitados salen sonrientes por haber pasado una reunión de efecto embriagante. Lo siguiente que sé es que estoy frente a una pared y que nunca seré aceptado en Ross 128. Ya será en otra vida.
En el último mes me he visto sometido a una rutina laboral. Tengo altas y bajas, como suele pasar. Eso sí, sostengo la idea de que el estado ideal del los seres humanos es el de mantenerse tirados en un sillón sin hacer nada, excepto alzar los brazos para tomar un poco de comida y levantarse para resolver cuestiones fisiológicas. También para atender las pasiones. Ir a ver una película en un cine cercano, asistir a un concierto o reunirse con algunas personas para discutir sobre cualquier tontería. Conozco a entusiastas del trabajo. Seres que son adictos y que incluso claman amar lo que hacen. Los felicito. En lo que a mí respecta, prefiero muchas otras actividades, si bien tampoco me quejo. De hecho en lugar en el que estoy ahora me ha permitido conocer a personas muy agradables. Es un ambiente profesional y con futuro. Mejor de lo que esperaba. Lo que sí me afecta es el sueño. Con las siestas nunca es suficiente. Quisiera dormir más y más cuando la realidad es que duermo menos y menos. No solo son las horas de trabajo, también me mantengo ocupado con las angustias de las que no me salvo ni en el tiempo libre. De por sí ya antes tenía problemas de sueño, ahora es peor. No tengo forma de remediarlo: he llegado a la conclusión de que el descanso es imposible para espíritus como el mío. Deambulantes, sin rumbo, perdidos en el vistazo a un perro que pasa.
A propósito de los animales: qué gran espectáculo es el de ver a un gato que se rasca. O cuando se lame las patas. Sobre todo esto último. Cuánta deleite estético. Menudo estilo para acicalar el cuerpo. Parece insuperable. Queda mucho por aprender de ellos, de la manera en que se dignifican a sí mismos. Dándose la importancia que se merecen. Rindiendo tributo a las extremidades que les permiten andar por ahí. Son para retomar en la memoria cada que surja el impulso de aliviar la comezón con un movimiento brusco y sin cuidado. Merecemos un trato elevado.
Otro espectáculo inmenso es el de los bebés que luego es posible toparse en la calle. Esos que te miran. Que por alguna razón quedan absortos cuando te los encuentras en una fila. Como si estuvieran mirando la gran revelación universal, pero no. Eres tú nada más. Alguien como cualquier otro. El bebé, en cambio, profesa respeto hacia ti. Observa tu rostro y lo recorre sin parpadear. Algunas veces se van así, sin añadir un solo gesto. Su madre los lleva entre brazos hasta un paradero desconocido. La conexión queda interrumpida. Serás un misterio para ellos hasta que lo olviden al comer un puré de manzana.
En otras ocasiones, las menos, el bebé te sonríe. Y llega una timidez, la de no saber cómo responderle. La de soltar igual una sonrisa. La de usar un lenguaje primigenio antes de ser llamado a la caja siguiente. La unión cósmica pierde ante el llamado de las compras.
Me declaro admirador de los lunares femeninos. Explorar el rostro de una mujer ofrece ese tipo de recompensas. Encontrar un lunar equivale a descubrir un pequeño tesoro. La atracción se duplica. Una nueva presencia domina el ambiente. Son las señales. Las pistas que indican que se está ante alguien que vale la pena. Unir los puntos, quedar hipnotizado durante la conversación. Perderse entre los ojos y el llamado discreto de unos lunares. Caer en cuenta de que ahí se esconde un mensaje. un código que resta por descubrir.