Javiera Mena es una artista que invita al movimiento. Una travesía que en sus primeras composiciones era interior y que después dio paso a la pista de baile. Una mujer prodigio que cimbra el panorama del pop con el dominio de la melancolía y el recreo. Siempre desde el sabor a miel de la delicadeza: una serie de vueltas sin frenos con las que el cansancio pasa al olvido.
Como cantante tiene un aire de ensueño. Pasajes de luces neón en una carretera marchita. Su única desventaja es venir de Chile, un país maravilloso al que no se le presta mucho atención en el primer mundo (y aun así se ha sobrepuesto y conquistado fronteras junto a la burbujeante escena a la que pertenece). De haber nacido en Estados Unidos o en el Reino Unido, es probable que estuviéramos hablando de un acto de alcance internacional con portadas en Rolling Stone, NME y Spin cada miércoles. Pero ni falta le hace ser una exponente global. La marginalidad ofrece un espacio íntimo. Sea en un club nocturno que se desvanece o el secreto bien guardado que uno refugia en los audífonos.
La primera vez que escuché a Javiera Mena obtuve eso: un rato de calidez. Encontré en ella ese pequeño milagro que surge cuando la música supone una fogata y remite a placeres que deambulan entre el olor a galletas recién salidas del horno y un abrazo de terciopelo. Una voz que explora y teje un paisaje para deleitar a futuros visitantes. Fronteras rotas que levantan a los espectadores.
De eso ya hace varios años. Meses y meses de repasar sus canciones invadidas de dulzura bajo en cobijo de una lámpara en una habitación vacía. Como una presencia lejana. Distante, pero acogedora.
Y resulta que un día Javiera Mena anuncia que visitará la ciudad en donde vivo, un sitio al que no suelen llegar ese tipo de sorpresas. Una noticia relámpago que nunca imaginé como posible y que hasta el último momento creí que se podría derrumbar. Los sueños son frágiles y un simple movimiento de párpados puede terminar con lo que parecía estar al alcance de la mano. Por ello afronté la noticia con reservas y quedé a la merced de las eventuales ruinas que a menudo aparecen y que obligan a contener el júbilo por temor a que el infortunio pueda despertar después de escuchar unos gritos de alegría.
Al concierto asistí solo, una costumbre que tengo bien integrada por mi disposición general hacia al arte: la intimidad que siento con ella aun cuando existan otras presencias. Fui sin preguntar a nadie y sin mayor esperanza que la de no morir en la puerta de entrada. Gran decisión. El concierto de Javiera no fue solo un evento artístico, fue igual la recuperación de la fe. El entusiasmo en otrora perdido estaba de vuelta en casa.
Por si fuera poco la soledad ofrece un pequeño detalle. Aumenta las posibilidades de conocer a gente nueva. Verse involucrado en una conversación con alguien que minutos antes estaba lejos de nuestra línea de vida y que, de pronto, se convierte en un espíritu afín. Una esperanza. Sobre todo en la música, tan dada a unir a las personas.
Sin saber muy bien cómo, terminé por conocer a un grupo de jóvenes y chicas llenos de vitalidad en la puerta de entrada a la discoteca. También iban al concierto. Su generosidad fue desbordante e inédita para la mayor parte de los metros cuadrados que recorrieron. Y visto a distancia no fue casualidad. El suyo era un ánimo muy propio alguien que ha pasado por los esquemas juveniles. Escuchar música nueva, mantenerse al corriente de las propuestas de actualidad, ayuda a no envejecer. Anclarse al pasado y dejar de explorar, añade al organismo un par de canas por minuto. Mirar atrás no tiene nada de malo, pero al mismo tiempo hay que procurar caminar. Sin detener la marcha o surgirá entonces el riesgo de quedar con el pie atascado en el suelo.
El escenario en el que Javiera Mena se presentó hizo el papel de una carnada en la que uno se engancha a propósito. Saber que uno está dispuesto a morir por esos minutos previos con los que todo cobra significado. Más cuando llega el anuncio de que el concierto comenzará hasta la una de la mañana, una espera que se antoja eterna a las diez de la noche y que, al final, se pasa como el agua gracias a esa pandilla de desconocidos que me unen a sus dinámicas. Dejos de beatniks, de perros románticos. Representantes de varias ciudades que iluminan los alrededores. Hablan, sonríen, dan la mano. Incluso con alguien que, como yo, iba de espíritu marchito. Su fulgor me contagia y me libro de un cúmulo de pensamientos negativos. Ellos no lo saben, pero se los agradezco muchísimo. Armaron sin proponérselo un ambiente que hace tiempo necesitaba. Un ambiente que echaba de menos. Aunque quizás nunca los vuelva a ver, los rostros de la noche quedarán marcados en mi memoria. Quedo en deuda con ellos.
Había música y gente, como decía Morrissey, who are young and alive. Recuerdo el nombre de varios de ellos. Uno se llama Joel, otra se llama Gabriela. También hay un Mauricio, una Ornella (como Ornella Muti, la actriz italiana, lo cual suele ser una buena señal), un ¿Manuel? y un par de Alejandras, una de ellas local y la otra, a la que conozco al final, que viene de fuera y que resulta ser una entusiasta de la literatura rusa y con quien puedo conversar en medio de una fila que nunca termina. Todos ellos sonrientes, dulces y con un estilo que envidiarían varias estrellas de cine.
De igual forma veo algunas caras conocidas. Están Pedro (tan agradable en su pozo de carisma) y Eduardo (que al final de la jornada, junto a su compañera, hace el favor de acercarme a casa en un vehículo en el que va metida otra veintena de personas), además de algunos antiguos compañeros de universidad y figuras con las que he conversado en alguna reunión pasajera.
Aquello, entre ritmo y bebidas, parece insuperable. Pero todavía falta el evento estelar. Sí, Javiera Mena que sale a cantar en determinado instante con un repertorio digno de romper corazones. «Otra era» (que envuelve un concepto y todo un estado emocional), «La joya», «Que me tome la noche» (a la que es posible recurrir para entrar en calor antes de iniciar cada fin de semana), «Hasta la verdad», «El amanecer», «Luz de piedra de luna», «Sol de invierno» y otro puñado de temas capaces de detonar pasiones en sincronía.
Que me tome la noche y que no salga el sol, dijo Javiera en algún momento. En esa aparente superficialidad, que le gusta tanto y que en realidad tiene un significado muy amplio, se esconde justo la sensación que surge en los sucesos memorables. Como el que protagonizó ella junto a un grupo de seres subterráneos que me remitieron a aquel famoso pasaje de En el camino de Jack Kerouac:
«La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas…»