Habría que poner una mayor atención al fenómeno de los parecidos razonables: todas esas personas comunes y corrientes que tienen una semejanza física con alguna celebridad. Ya desde los primeros años en la escuela se vislumbran relaciones entre los compañeritos del salón con algún famoso visto en la televisión o en las películas. De ahí vienen algunos apodos, asociaciones más o menos afortunadas entre lo que tenemos cerca y lo que permanece inaccesible. Determinado número de muchachos corren suerte y son señalados por parecerse a un futbolista, algún héroe de acción. En este caso el señalamiento es bien recibido ya que supone jugar en la misma liga que un ser admirable. Otros no corren con la misma fortuna ya que terminan equiparados con un espécimen ridículo o digno de todo el desprecio posible. Cuando esto ocurre, la infancia y porvenir del sujeto quedan comprometidos a un anclaje nefasto en donde la humillación de saberse emparentado con la miseria merma cualquier intento de amor propio.
Encontrar el parecido de una persona con otra sabe siempre al hallazgo de un pequeño tesoro, como cuando en los pasatiempos de una revista se identifica una de las cinco diferencias entre dos imágenes similares o cuando de pronto se recuerda la solución a una parte del crucigrama en donde había un estancamiento. Ser el primero en caer en ese tipo de cuentas confiere el estatus de buen observador y, además, un agregado de ingenio. Una demostración de que el rango de cultura permite establecer vínculos de tipo visual entre lo extraordinario y lo cotidiano, en especial cuando la referencia es más bien obscura y alejada de las obviedades de siempre.
Cuando un bebé nace surgen una serie de voces (la madre, el primo, las tías) que de inmediato comienzan a mencionar el parecido que el recién nacido tiene con alguno de los familiares. He ahí uno de los grandes misterios de la sociedad. La manera en que un grupo de personas, acaso en un cuadro de histeria, logran encontrar similitudes entre criaturas recién salidas del vientre, y las figuras de adultos ya desarrollados, sea con caderas anchas o vello en el pecho. Es así como surge el disparate de mencionar que un ser de cincuenta centímetros de altura y tres kilos de peso está igualito al abuelo de ochenta años, de barba y cabello gris, el mismo que camina con la ayuda de un bastón y que lleva una serie de cicatrices ocultas bajo el amparo de una boina.
El ambiente familiar, de cualquier manera, resulta predecible. Cuando existen lazos de sangre es normal que se encuentren paralelismos entre la descendencia y el paso de las generaciones. Habrá una nariz aguileña, un lunar, un mechón de cabello que ayuden a elaborar el informe de las equivalencias. La verdadera emoción está, por tanto, en establecer puntos en común entre personas que no tienen nada que ver entre sí. Representantes de países y tiempos distintos a los que no une ningún tipo de circunstancia.
Un panadero que tiene la cara igual a un campeón en competencias de 400 metros planos. Un bailarina de ballet con la misma mirada que una profesora de matemáticas. Un empresario con una constitución física idéntica a la de un escritor austrohúngaro nacido a finales del siglo XIX. Descubrimientos que alumbran al niño interior y que permiten llenar huecos dentro de una plática. En medio del silencio incómodo la mención de una aparente clon puede ayudar a romper el hielo.
Lo más interesante del tema se encuentra en otra categoría, cuando la semejanza ya no es moderada, sino de alto calibre, como esas veces en que entre ambas personas existe casi un efecto de hermano gemelo. Como si no existieran apenas diferencias distinguibles, salvo alguno que otro detalle (la entonación, la estatura, el aliento) que permite salvaguardar las distancia. Si no fuera por eso, convivir con uno de estos individuos, enfrentarse a su derivación, podría causar una serie de crisis incluso entre las mentes más cuerdas.
Recuerdo la impresión que tuve al notar que en una tienda departamental de mi ciudad trabajaba un señor idéntico a Albert Camus. Lo vi por primera vez en la sección de ropa para caballeros y desde entonces, cada que tengo oportunidad, voy a darle un repaso a camisas y blazers con la intención de estar cerca de él e imaginar, por unos segundos, que el autor de El hombre rebelde sigue vivo y ha a dejado las agitaciones del ambiente político e intelectual para centrarse por completo en un modo de vida tranquilo en el que las telas y los colores suavizan el paso del tiempo.
Espejos andantes que juegan con las emociones de quienes se cruzan en el camino hasta hacerlos creer que han iniciado el camino con rumbo a la locura. De un malfuncionamiento cerebral he tenido sospechas desde aquel día en que, en un mismo supermercado, vi a George Lucas y a Lorraine Bracco. El primero estaba formado en una caja, mientras que la segunda seleccionaba bolillos en la panadería ante mi total desconcierto.
No es que esas personas tuvieran cierto aire a dos famosos, sino que directamente eran ellos. Al menos eso creí. Como aquella oportunidad en que abordé un taxi conducido por Bukowski. Por George Lucas jamás he sentido devoción, y aún así tuve sentimiento de sorpresa difícil de explicar. Con Lorraine Bracco fue diferente. Se trata de una actriz a la que es fácil quedar prendado (a cualquier edad, en cualquier circunstancia, sin importar la llegada de los defectos), así que tenerla ahí enfrente, cerca de las mantecadas y buñuelos, supuso una revelación divina. Un guiño del cielo en compensación de las penurias de los últimos meses. Gesto de buena voluntad para comenzar de nuevo y confiar en el porvenir.
Gracias a quien quiera que haya planeado esto para mí, pensé, y luego abandoné el área por temor a romper el encanto. A lo mejor escuchaba una voz que me regresara a la realidad. Un aviso de que estaba ante una mujer sin relación alguna con las películas de mafiosos. Un nuevo descenso a la tierra, ahí en donde no se convive con nadie acostumbrado a las alfombras rojas.