Hace unos días topé con las palabras de un escritor portugués llamado José Micard Teixeira. En ellas, el autor reflexiona en torno a una serie de cuestiones que ha decidido apartar de su vista por una cuestión de salud mental. El texto, salvo por un par de aspectos puntuales (la mención de la altivez académica y un dejo new age), me pareció bastante interesante en el fondo.
Ya no estamos para aguantar las groserías ajenas. Llega un punto en la vida en la que uno descubre que hay batallas que no valen la pena y que es mejor tomar el retorno hacia otros rumbos. Ni para qué molestarse. Existe un sector de la población con el que es preferible no insistir. Son una pérdida de ánimo y esfuerzo. Lo mismo con ciertas actividades, objetos y estilos que son dignos de tirar por la borda. Un poco en sintonía con aquello que mencionaba Jep Gambardella: ya no podemos perder tiempo en aquello que no nos gusta hacer.
Esto es lo que dice José Micard Teixeira. Un párrafo que por cierto, se atribuye erróneamente a Meryl Streep:
«Ya no tengo paciencia para algunas cosas, no porque me haya vuelto arrogante, sino simplemente porque llegué a un punto de mi vida en que no me apetece perder más tiempo con aquello que me desagrada o hiere. No tengo paciencia para el cinismo, críticas en exceso y exigencias de cualquier naturaleza. Perdí la voluntad de agradar a quien no agrado, de amar a quien no me ama y de sonreír para quien no quiere sonreírme. Ya no dedico un minuto a quien miente o quiere manipular. Decidí no convivir más con la pretensión, hipocresía, deshonestidad y elogios baratos. No consigo tolerar la erudición selectiva y la altivez académica. No me ajusto más con la barriada o el chusmerío. No soporto conflictos y comparaciones. Creo en un mundo de opuestos y por eso evito personas de carácter rígido e inflexible. En la amistad me desagrada la falta de lealtad y la traición. No me llevo nada bien con quien no sabe elogiar o incentivar. Las exageraciones me aburren y tengo dificultad en aceptar a quien no gusta de los animales. Y encima de todo ya no tengo paciencia ninguna para quien no merece mi paciencia.»
Con ello en mente, decidí armar mi propio álbum del desprecio. Un breve recorrido por algunas cosas para las que ya no tengo paciencia. Un complemento al listado del no.
Aquí va, sin mayores vueltas:
No tengo paciencia para los necios. He descubierto que con ellos no hay forma y que cualquier intento de razonamiento resulta incompatible con su cabeza. Tampoco puedo lidiar ya con las películas aburridas, por mucho prestigio que tengan. He dejado de darle un solo segundo de mis pensamientos a quienes tienen por costumbre traicionar a sus amigos. Evito participar en cadenas de especulaciones y de chismes. Pongo un empeño absoluto en no contribuir a la ola de embustes e ignorancia que tienen hundida a buena parte de la humanidad. Borro de mis contactos a la gente prepotente, a los de doble cara, a quienes son incapaces de disfrutar de lo bello en las tonterías. También a los que acaparan la conversación. Los que esperan la comprensión de los demás pero luego no escuchan a nadie. Tapo los oídos ante la verborrea y la filosofía barata. Cuando noto la primer mentira sé que es momento de abandonar la habitación e ir a dormir. Digo no a la moralina y a los viejos amargos que pretenden que padezcas las mismas restricciones que ellos tuvieron. Esos que están obsesionados por dominar y decir cómo debes llevar tu existencia desde sus propios parámetros fracasados y repletos de años desperdiciados. Tengo por norma alejarme de la presunción, de las apariencias con sonido hueco y del fingimiento emocional. Guardo cuidado con las compañías. Valoro el respeto y la sinceridad. La clave está en la educación, en mantenerse alerta de quienes están a tu lado por conveniencia. Si no hay lealtad, la dedicación es trabajo en vano. En este sentido, resulta preferible asumir una soledad honesta (con todo y sus pesares) que vivir en el engaño que suponen las amistades fraudulentas. No y no a quienes aparecen solo para pedir. A los menosprecios y a la falta de autenticidad. Cierro la puerta a quienes disfrutan de vivir instalados en el conflicto, los que no conocen otro modo de mantener la conversación salvo patalear. Odio la manipulación, los insultos a la inteligencia y la manía de control por parte de algunos. A quienes se ostentan como conocedores de temas que no han explorado a profundidad. Detecto y aparto a los que se manejan con soltura en labores para los que están incapacitados, poniendo así en riesgo a los demás. O a los que hablan con mentiras a sabiendas de que el resto no se dará cuenta (siempre habrá alguien que se dé cuenta). No me conformo, no me siento cómodo y me avergüenzo de pertenecer a lo que no me gusta… no me acostumbro, sin importar el tiempo que lleve inmerso en sus aguas. Desestimo a los que se juntan con cualquiera. Si cedes y te unes puede que te conviertas en un cualquiera. Soy intolerante a las malas maneras: considero que son pocos los que merecen segundas oportunidades y que la mentira y la trampa condenan para siempre la imagen de quienes sueltan la mordida. Paso de largo ante lo corriente, lo que carece calidad y la celebración de la vulgaridad. Permanezco inmutable ante los chistes fáciles. Soy especialista en señalar incongruencias y doble estándares. Mantengo una desconfianza permanente en cualquiera que se presente como el poseedor de la verdad o solución absoluta. No me dejo impresionar por embaucadores: los señalo para que nadie más caiga en sus maromas verbales. Tengo un problema particular por los que humillan a inocentes con el objetivo de conseguir las risas estúpidas o aprobación de terceros. Y no puedo aguantar más a quienes divulgan falsedades con tal de sostener sus principios. Los mismos que son críticos con lo ajeno, pero que no aplican la misma severidad a los que juegan en su propio bando. Arrojo por la ventana a los que van de santos y mesías, los que no asumen culpas y están libres de responsabilidades.