Tchaikovsky y lo sublime

chaik

«En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio»
Albert Camus.

Existe una tendencia muy marcada entre la opinión pública que consiste en despreciar a la humanidad. Así, sin reservas. Se tiran insultos por las malas acciones tomadas en el transcurso de la historia y por aquello en lo que nos hemos convertido como especie. Es normal. Todos tenemos días malos y hemos sido víctimas de la vida en sociedad. Tarde o temprano caemos en la tentación de generalizar y despreciar a lo que, creemos, es el origen de nuestros males: un monstruo de millones de cabezas encargado de contaminar, destruir y hacer daño. Yo mismo, confieso, he apuntado a esas maneras (con la ironía de base) en mis horas más bajas, no libre de una carga de irracionalidad en la que el ansia por desquitarse cuenta más que un análisis serio. Uno busca denunciar a la masa voraz con palabras atropelladas dichas a la ligera. Y resulta que no. La humanidad no es tan mala como a veces la queremos retratar y como tanto insisten algunos ecologistas y progres trasnochados. Es cierto que tenemos mucho que avanzar en una gran cantidad de materias, pero tenemos una ventaja: la capacidad de estar conscientes de ello. Incluso contamos con representantes que dan sus vidas por ayudar al medio ambiente, un contrapeso al golpe enviciado.

Tengo en claro que los hombres y las mujeres son capaces de lo peor (la guerra, el abuso, el robo, la corrupción… lo que quieras), pero también de lo mejor. Eso es importante tenerlo en mente la próxima vez que surjan las ganas de tirar pestes contra el ser humano en general. La ciencia y el arte son expresiones de lo que somos capaces de lograr si aprovechamos el potencial con el que contamos. Son, de igual forma, elementos que disfrutamos y de los que nos beneficiamos cada día. Es muy fácil reducirnos a «destructores de la naturaleza» o decir que somos lo peor que le pudo pasar al planeta. Es verdad que a lo largo de los siglos hemos cometido errores y daños irreparables. Sin embargo, hay que tener perspectiva y entender que también hemos logrado objetivos que parecían imposibles. Metas que se creían de otra dimensión y de las que podemos sentirnos orgullosos desde nuestras trincheras particulares. Cualquiera que sepa dibujar o tocar un instrumento puede preciarse de aportar a lo extraordinario.

Decirlo fuerte y sin temblar: el ser humano es la única especie capaz de llegar a lo sublime. Tal cual. Me encantan las plantas y amo y defiendo a los animales. Más de una vez me he enternecido hasta el límite por ellos. Maldigo a cualquiera que les haga daño sin un propósito esencial y los defenderé hasta donde pueda. Pero tengo en claro que ninguna lagartija puede escribir un poema ni las zanahorias son capaces de diseñar una vacuna que salve vidas. Las personas sí. Hablo, desde luego, desde una perspectiva que puede considerarse parcial y antropocentrista, pero hasta para identificarlo y criticarlo tienes que ser parte de los nuestros. No hay más.

Con esto en mente quise compartir por aquí una pieza clásica. Una muestra del genio de Tchaikovsky, un representante destacado de lo que somos aquí. Se trata de una de sus obras más famosas: el Concierto para piano n.º 1, Cada que la escucho se me eriza la piel. El virtuosismo, los alcances, la sensibilidad. Es para llorar, como decía Víctor Hugo Morales. ¿De qué planeta viniste, Tchaikovsky? Pues de la Tierra y de esa misma sociedad contra la que despotricamos tan a la ligera. Es increíble, en serio. Pienso en la música como la mayor de las artes y la manera en que es capaz de transmitir emociones. De eso está hecho el ser humano: de equivocaciones e infamias, aunque también de genialidad. Es lo sublime de lo que hablaba antes. Más si nos ponemos a pensar que la música no tiene un sentido práctico ni de supervivencia inmediata (como la alimentación o la vestimenta), sino que es un paso más allá. Una búsqueda por lo estético, por lo expresivo… por permanecer para la posteridad y deleitar. Los ejemplos abundan. Están las sinfonías de Brahms. Las películas de Miyazaki. Las esculturas de Miguel Ángel. Los trazos de majestuosidad. Huellas que vencen al tiempo e influyen a generaciones enteras.

¿Cómo es que alguien se despierta un día y decide escribir algo a así? ¿Qué es lo que llevó a Dostoievski a idear Los hermanos Karamazov? ¿Y cómo le nació a Van Gogh pintar La noche estrellada?

No lo sé. Lo único que tengo por seguro es que fueron obras realizadas por seres tan vulnerables y erráticos como nosotros (con muchísimo talento, eso sí) y que, desde nuestras posibilidades, podemos intentar emularlos e ir más allá de lo estrictamente necesario. Tenemos que estar a la altura. Dignificar lo que somos. Equilibrar la balanza para que no ganen los tipos despreciables que sin duda andan por ahí dando una mal imagen de la comunidad.

Vuelo a la música. El video de a continuación es medio largo y quizás no les apetezca reproducirlo de corrido frente a la computadora. Lo único que les pido es que escuchen el comienzo, con los dos primeros minutos es suficiente para deleitarse y (espero) seguir con lo demás. Noten el piano portentoso a cargo de Martha Argerich, lleno de autoridad ante el remolino de dulzura que le rodea. La orquesta (dirigida por Charles Dutoit) que ha hecho un esfuerzo titánico durante años y años para llegar a ese nivel y conmover a la audiencia. La historia detrás de cada una de esas vidas que se han sobrepuesto a lo gris y a lo cotidiano para sacar adelante la belleza. Un tipo de belleza que no encuentras en ningún bosque ni en una playa, un tipo de belleza que hay que crear y que forma parte de un cúmulo de siglos de desarrollo en conjunto.

Esto somos también. No solo lo horrible. Los seres humanos son capaces de esto y más. Es para emocionarse y seguir en la lucha para demostrarlo.

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