Adiós a quemarropa

Da la impresión de que ellos no te escuchan. De que las personas no atienden por estar sumergidos en sus propias marañas mentales. Les hablas y hacen como que ponen atención, mientras por dentro lo que les importa es el agua caliente que dejaron en la estufa. No se les vaya a olvidar. Tú, por lo que te corresponde, les dices y dices con la tierna ilusión de quien por fin se siente cobijado por un oído que aparenta ofrecer un consuelo. Pero ya sabemos que no. Tu compañía sigue la corriente por educación, para que no te dé una ataque de histeria en medio de la sala. Por lo demás, lo que salga de tu boca les vale poco. Ellos preferirían estar al mando. Ser los que sueltan sus agobios. Así entienden la conversación, como un desahogo mutuo en el que hay que aguantar las intervenciones del vecino.

No, no escuchan. Lo vives en todos lados. En los últimos meses incluso en los restaurantes. Fue en uno de ellos en donde te diste cuenta del problema, ya cuando era demasiado tarde. Viste un baguette en el menú cuya combinación te atraía. Una variedad espectacular de quesos y vegetales que hacían volar tus emociones. El único inconveniente es que uno de los ingredientes era el jamón. Y a ti no te gusta el jamón. Lo evitas al máximo siempre que esté dentro de tus posibilidades. Así que miras el resto de las opciones para ver algún otro emparedado que pueda gustarte de la misma forma. Después de hacer un recorrido minucioso descubres que no hay ninguno. Que el mejor baguette es el primero que viste. Solo que sin jamón. Tan sencillo. Decides que se lo pedirás al mesero. Y así lo haces. Le indicas lo que quieres. Pides ese baguette con todo lo que trae excepto el jamón. Le preguntas si no habrá inconveniente, en un intento por reforzar la postura. Él te dice que no, que con mucho gusto te lo traerá

Vaya, así de plácidos son los intercambios a veces. Deja atrás la idea de que estás en un entorno horrible, porque no es así. La sociedad es bella, lo único que necesitas es hablar. Hacerles saber lo que tienes en la cabeza y luego sentarte a disfrutar. Eso piensas durante unos minutos hasta que el mesero trae tu comida. El susodicho baguette luce espectacular. Es una obra de arte. El pan da la impresión de ser el atúd de todos los pesares. A partir de ahora vendrán las nubes, un camino dorado hacia el tierra prometida. Caes presa de la euforia hasta que notas un detalle. El emparedado lleva un especie de tutú de color rosa. Aquí es donde tu alma se viene abajo. El baguette trae jamón. Apenas recibes el plato, se lo indicas al mesero. Oiga, le dije que no quería el jamón. Él guarda silencio en lo que procesa su error. Lo admite a regañadientes. Es verdad, dice. Tu interior se retuerce. Se lo habías dejado claro. Le diste las direcciones exactas para evitar el despropósito que acaba de suceder. Al poco rato te traen comida de repuesto. La ingieres sin júbilo. Sabes que la tarde ha quedado estropeada.

El disgusto se repite unas semanas después en otro lugar. Esta vez con un calzone. La inclinación por la gastronomía europea te vuelve a jugar una mala pasada. Vas a este sitio de comida rápida y le indicas a la cajera que te apetece un calzone que luce muy bien excepto por el detalle de que trae champiñones. Tú no comes champiñones. Te hacen mal. Así se lo haces saber. Le pides que te lo den sin champiñones, si es que se puede. Se lo remarcas no una ni dos, sino tres veces porque sabes que lo que podría venir. Es más, te quedaste corto. Debiste repetírselo diez veces y adjuntar una nota membretada para evitar disgustos. De eso te das cuenta hasta después. El hecho es que ella te dice que sí, que no hay problema. Con mucho gusto le damos su pedido sin champiñones. Tú, por una súbita ingenuidad, lo celebras y te retiras a la espera de que te traigan el manjar que tu estómago aclama. Cuando lo hacen, como no, te percatas de que sí trae championes.

Cómo me pueden hacer esto, piensas. Qué he hecho para merecerlo. Nada. Has sido amable y precavido, lo cual ha sido inútil. Te acuerdas de una frase de Tarkovsky (cortesía de la  maltrecha memoria que cargas) según la cual solo hay una forma para que todo salga como tú quieres: hacerlo todo por ti mismo, involucrándote  hasta en los detalles de apariencia insignificante (como limpiar las cortinas). Y tenía razón. Un tipo sabio, no cabe duda. Entre más personas involucres en tus proyectos, más aumentan las probabilidades de que alguien lo arruine.

El resto es igual: le reclamas a la dependienta y ella se disculpa a medias. No le gusta admitir que ha cometido una equivocación. Dice que ha sido culpa del cocinero y, para tu sorpresa, te pide que le reclames a él. En este punto empieza a palpitarte una vena de la frente. No puedes creer lo que escuchas. La mujer no se hace responsable de su trabajo y espera que tú vayas hasta la estufa para regañar al cocinero. Tan campante. Lo más seguro es que ella no le haya remarcado a su compañero el asunto de los champiñones. No al menos con la misma vehemencia que tú. Y no lo puedes creer. You had one job. Hay médicos que pasan veinte horas dentro de una sala de operaciones, sujetos a maniobras llenas de presión para que su trabajo quede completo, entretanto lo que tú tienes enfrente es a un equipo de personas incapaces de controlar el uso de hongos sobre una porción de masa.  Era lo único que pedías. Un ligero cuidado. Ni siquiera necesitabas la gran hazaña. Incluso jugabas a su favor: les ahorrabas unos centavos en ingredientes.

Todos cometemos errores, de cualquier forma. Lo entiendes y podrías solaparlo. Lo que te molesta es la actitud de la empleada, una joven de unos treinta años que lleva un traje sastre color negro y cabello recogido con una diadema. Piensas de inmediato en Michael Douglas y aquella película llamada Un día de furia. Entiendes al personaje. No es que te apetezca sacar un arma automática para hacer entender al personal. No eres violento ni quieres traumar a nadie. Tampoco quieres meterte en problemas con la justicia. Lo único que querías era comer con tranquilidad; lo cual no podrás hacer, según parece, hasta que mueras y llegues al cielo.

Te duele no ser escuchado. O que no presten atención. O que no hagan caso. No es la primera vez. Los acontecimientos te lastiman porque tú sí que has estado allí para los demás. Les has ofrecido un hombro y un oído incondicional cada que lo necesitan. Los has escuchado con atención y, una vez que han terminado o hecho una pausa, procedes a darles unas palabras de aliento sinceras. Sin caer en lugares comunes e intentando con todas tus fuerzas dar en el blanco. Decirles justo lo que necesitan.

Lo has hecho, de verdad que lo has hecho. Por eso te sorprenden las desapariciones. Las espaldas que se alejan con la paciencia que les diste. Queda, pues, la resignación. Aceptar que por la vida uno se atraviesa con seres que se irán de viaje apenas hayan sacado lo que podían de ti. Parece que estás inmerso en un concurso en el que todos compiten por decepcionarte. Aunque es posible que estén libres de mala intención y que lo suyo más bien sea parte de la naturaleza. Una inclinación a consumir los recursos disponibles para hacerse más fuertes y obtener el combustible suficiente para seguir adelante.

La carretera está llena de cadáveres que alguna vez entregaron todo lo que tenían. Héroes anónimos que se marchitan en el campo para el disfrute de generaciones posteriores. Lo empiezas a tener claro. Muy pocos son los que escuchan. Abundan los que absorben, los que tiran a tu garganta lo que ya no necesitan. Así es como descubres el balcón invernal desde donde escuchas los pasos. Las nubes de polvo en la vereda.

Has tomado ya una determinación: dejar de emitir palabras. Hundirte en el silencio. Asumir el adiós a quemarropa.

duerme

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