Guardo un gran respeto por cualquier persona que se conduzca por la vida de una forma distinta a la mía. Es más, los admiro. Tendría que aprender de sus maneras y siento atracción hacia ellos. En ocasiones la compatibilidad con alguien está determinada por las diferencias, más que por los puntos en común. Uno se divierte bastante con alguien con quien no se está de acuerdo en casi nada y que, encima, se encuentra abierto al diálogo sin resentimiento. Un mínimo de coincidencias es recomendable, de cualquier modo. Nunca sobra. Tener un nivel similar de cultura o compartir ciertas aficiones permite que, a partir de ahí, se puedan poner a juego las desavenencias. Es lo que anima. Para eso están los amigos: para, además de acompañar, ofrecer un complemento en el que se hallen retos y estímulos que saquen de la aburrida comodidad.
Encontrar amistades, en cualquier caso, no es una tarea sencilla. No lo es para todos, al menos. Si eres alguien que pone unos parámetros indispensables para unir a alguien a tus filas, ten seguro que llegarán las complicaciones. Hay quienes son flexibles en este aspecto y consideran como amigos a cualquier tipo que les simpatice, lo cual puede resultar ilusorio. En las situaciones límite es cuando se echa en falta el haber tenido un mínimo de exigencia para diferenciar a una amistad de lo que fue un mero conocido. Del otro extremo, está la tendencia de ser demasiado riguroso con el proceso de selección, medida que de manera invariable conduce a la soledad. Lo importante es buscar un balance. Dar algunas concesiones hasta hacerse de un pequeño grupo de seres confiables entre los que se puede tejer una red de enriquecimiento y apoyo mutuo.
Parte de la madurez radica en entender que rara vez se consigue llegar a los ideales . Aplica en en múltiples aspectos. Casi siempre uno termina por conciliar cuando la imagen de ensueño se revela como imposible. Con esto no digo que uno se deba rendir o conformar a la primera oportunidad. Al contrario, uno debe luchar por lo que se desea hasta las últimas instancias, pero también hay que ser conscientes de hay puntos aceptables en los que quizás convenga reposar ya que resultan preferibles al vacío. La mira entonces ha de encaminarse a levantar el listón lo más alto que se pueda: luchar por cada centímetro. Si no se llega hasta el techo, aunque sea se logrará un resultado superior al que disponen los que no ponen unos gramos de empeño.
Pienso en lo mucho que el factor circunstancial influye en lo que a formar amistades se refiere. No nos juntamos con las personalidades más afines a nosotros, sino con las que tenemos a la mano. A partir de un pequeño número de coincidencias (al otro le gusta la misma película que tú, es aficionado a tu equipo de futbol o vive a lado de la casa de tu abuela) se establece un vínculo llevadero que puede crecer hasta convertirse en una relación para atesorar. Hacemos migas con los compañeros que pertenecen al mismo entorno en el que estamos sumergidos. No los ideales, sino los que son preferibles al resto de las opciones disponibles. Es lo que ocurre, si bien hay notables excepciones. Una cuestión de mera probabilidad. De los cientos de millones de individuos que habitan el mundo, resulta inverosímil pensar que los más afines a nosotros pudieran estar en las cercanías. Ya no digamos en nuestra colonia, sino hasta en una misma ciudad.
Al menos así lo veo. Yo sé que miles de ustedes claman haber encontrado a su alma gemela del otro lado de la pasillo. Y está bien. Creo que es posible. No voy a ser yo el encargado de romper las globos y doblar las serpentinas. Por el contrario: los felicito. Sin embargo, desde mi perspectiva particular, me he enfrentado a una conclusión que es bella y dolorosa a la vez. Gran parte de las personas con las que podría tener un vínculo profundo, se encuentran a cientos de kilómetros de distancia. No es una regla infalible, desde luego. He conocido a seres extraordinarios en los lugares en donde he habitado y estoy agradecido de compartir el código postal con ellos. Lo único que señalo es una obviedad: en el planeta hay seres extraordinarios que están repartidos fuera de nuestro alcance inmediato.
Muy triste, sí. Nunca te enterarás de la existencia de muchas de esas personas. No sabrás cómo se llaman, dónde viven ni cuál es su corte de cabello. Tampoco los acompañarás a tomar un café. No formarán parte de tu trayectoria. Peor aún resulta cuando descubres (ya sea gracias a internet u otros medios) que sí tienes semejantes que andan respirando en parajes remotos. Por una parte disfrutarás de saber de ellos, contactarlos y conocerlos aunque sea a distancia. Por el otro, te quedará el dolor de recordar eso, que están muy lejos de ti y que el encuentro es prácticamente imposible.
Hace poco leí un libro que me hizo reflexionar al respecto. Se llama 84, Charing Cross Road de Helene Hanff. Un volumen muy especial que recopila las cartas que la autora intercambió desde Nueva York con los empleados de una librería ubicada en Londres, Inglaterra. Un vínculo que comenzó en 1949, cuando la escritora hizo caso a un anuncio publicitario de la librería Marks & Co que ofrecía sus servicios para compra y venta de libros de segunda mano. Helene Hanff, en una búsqueda de ediciones difíciles de conseguir, se animó entonces a contactarlos, pese a que los separara un océano. A partir de entonces, y durante casi veinte años, se estableció una amistad por correspondencia entre ella y los empleados de la librería. Fue así que una mujer solitaria pudo encontrar mentes afines a sus intereses, en especial la de Frank Doel, el jefe de ventas de la tienda con quien intercambió la mayor parte del material. Lo único malo es que estos camaradas estaban en otro continente.
Los británicos padecían las medidas de austeridad de la posguerra, por lo que Helene les enviaba regalos alimenticios que se suponían una pequeña gloria. Del otro lado recibía cartas y paquetes que, además de libros, le ofrecían calidez, amabilidad y comprensión. Siempre desde las diferencias de una cultura y otra. Frank Doel era el típico caballero de Inglaterra. Flemático y no libre de pasiones como la de la comida y el futbol. Helene, por su parte, era relajada: tenía un gran sentido del humor muy en el tono tongue-in-cheek para meter en aprietos a sus amigos.
Con el transcurso de los años y la profundización de la amistad, surgen las tentativas de que Helene haga un viaje hasta Londres para visitar la librería. Los empleados del lugar le insisten con invitaciones y ella les manifiesta sus ganas de ir. La idea es emocionante porque la esperarían con los brazos abiertos, con el cariño de gente que la estimaba y vivía con una curiosidad enorme de tenerla de frente. Sin embargo, los planes se posponen una y otra vez por la falta de dinero y, sobre todo, por ese inagotable número de compromisos a los que conocemos como vida. Ya será el próximo año, piensan una y otra vez sin reparar que el paso del tiempo lo cambia todo. Algunos empleados Marks & Co dejan su puesto y otros más desaparecen. El caso más demoledor es el que da fin a la correspondencia. Frank Doel muere de forma sorpresiva sin haber visto nunca a Helen. Así se lo hacen saber con un pequeño mensaje.
Una de las tantas historias que terminan a golpe. La amistad profunda que deja un fragmento inconcluso. Una espina clavada para la autora que pasó el resto de sus días con un espacio en blanco en donde el tormento instaló sus pertenencias.
Gracias a la publicación de estas cartas, Helene Hanff consiguió el éxito literario que tanto se le había resistido.El contenido de las misivas era entrañable y conquistó a un público que todavía le guarda cariño. Incluso se de adaptó para teatro y hay una versión cinematográfica protagonizada por Anthony Hopkins y la gran Anne Bancroft. Su valor no hace sino aumentar en la actualidad. En tiempos donde los libros se han convertido en meros archivos digitales que pueden bajarse a montones sin ninguna dificultad, uno se conmueve ante una época donde las complicaciones logísticas no pudieron vencer la fuerza de voluntad entre dos figuras hermanadas por el corazón y la literatura.
Helene Hanff pudo visitar Londres después del éxito del libro. Ya no fue lo que esperaba. Sus amigos se habían ido. La familia con la que intercambió correspondencia ya no estaba. Marks & Co había cerrado sus puertas. Durante años (y mientras pudo) entregó sin falta las regalías correspondientes a la hijas de Frankie por los conceptos derivados de 84, Charing Cross Road.
A pesar de haber enamorado a oleadas de lectores y de haber cosechado cierta celebridad durante dos décadas, Helene Hanff murió en 1997. Su fin llegó en medio de problemas económicos y una profunda soledad.
El lugar en donde se encontraba la librería Marks & Co es ocupado ahora por un restaurante.
«Es muy consolador sentir que hay alguien a muchísimos kilómetros de distancia capaz de ser tan generosa y amable con personas a las que ni siquiera conoce».
—Bill Humphries.
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«Querida Katherine:
Interrumpo la tarea de limpiar mis estanterías y me siento en la alfombra, rodeada de libros por todas partes, para escribirte unas letras y desearos un buen viaje. Espero que tú y Brian lo paséis muy bien en Londres. El otro día me preguntó por teléfono: «¿Vendrías con nosotros si tuvieras dinero para el viaje?», y a mí se me saltaron las lágrimas.
Pero… no sé…, tal vez sea mejor que nunca haya estado allí. Soñé tanto con ello y durante tantísimos años… Solía ir a ver películas inglesas sólo para familiarizarme con las calles. Recuerdo que años atrás un muchacho al que conocía me dijo que las personas que viajaban a Inglaterra encontraban exactamente lo que buscaban. Yo le dije que buscaría la Inglaterra de la literatura inglesa, y él asintió y me dijo: «Está allí».
Tal vez sea cierto, o tal vez no. Porque ahora, al mirar a mi alrededor en la alfombra, siento una certeza: está aquí.
El hombre, ¡Dios lo bendiga!, que me vendió todos mis libros murió hace pocos meses. Y el dueño de la tienda, el señor Marks, ha muerto también. Pero Marks & Co sigue allí todavía. Si por casualidad pasas por el 84 de Charing Cross Road, ¿querrás depositar un beso en mi nombre? ¡Le debo tantísimo…!»
—Helen Hanff.
Marks & Co en 1969. La foto es de Alec Bolton y la Librería Nacional de Australia.