Una joven se me acercó el otro día mientras paseaba por el centro histórico de la ciudad. Ya era de noche y la situación me tomó por sorpresa. Es raro que un desconocido o cualquier tipo de persona me aborde en la calle. La joven tenía, calculo, entre diecisiete y veintiún años. Me preguntó si podía platicar conmigo. No supe muy bien cómo reaccionar, solo frené el paso y le pregunté sobre qué quería hablar. Me dijo que tenía problemas en casa. Quiero que estés enterado, remarcó. La cadencia de su voz despertó mis alarmas. Intento ya no confiar en nadie y estimé que detrás de aquella supuesta vulnerabilidad se podía esconder una trampa. Si me dejaba llevar corría el riesgo de ser enredado con palabras dulces y la promesa de una amistad. Decidí que no estaba dispuesto a exponerme a un peligro. Los ojos que tenía enfrente podían estar llenos de veneno. A la par, quise tener un margen de consideración. Cabía la posibilidad de que la jovencita en verdad tuviera conflictos que quisiera expresar. O a lo mejor solo quería conocerme y no se le ocurrió una mejor idea que fingir el desamparo. Para dejar el marcador en tablas, le recomendé que buscara a un profesional en el tema. Yo no soy un experto, le dije, así que no puedo ayudarte. Busca en internet. Hay instituciones que dedicadas a orientar. Y sé fuerte, ya verás que todo se soluciona si pones tu empeño en salir adelante. A continuación: el silencio. Ella no dijo nada. Me miró directo a la cara hasta que me decidí a seguir caminando. Cerca de ahí se encontraba una pareja que atestiguaba la escena. Hombre y mujer sonreían. Tuve la sospecha de que ambos conocían la rutina de aquella joven y que vieron en mí demasiada ingenuidad. Lo correcto hubiera sido reaccionar como los el resto de los peatones: ignorar la voz que pedía auxilio. Evitar la pérdida de tiempo que antecedía a una petición de dinero o un asunto peor. Pensé mucho en los elementos que rodeaban el ambiente. Luego fui a una librería, pero no pude olvidar lo que había hecho. Miré los libros sin interés alguno. Tenía la mente allá afuera. Me había comportado como un imbécil. La paranoia me jugó una mala pasada: quizás debí haber escuchado lo que la joven tenía que decir. Pobre mujer, vio en mí a alguien de confianza y mi reacción fue fría y sin un dejo de compasión. Había decepcionado a la primera persona que depositaba su esperanza en mí. Vaya sensación insoportable la de ser uno mismo. Qué vergüenza. Lo decía una vieja novela de Osamu Dazai: Indigno de ser humano. Salí de la librería y apresuré el paso hacia el lugar en donde había conocido a la joven. Tal vez ella siguiera ahí, esperándome con un ramo de rosas. O al menos podría encontrarla en compañía de otra víctima de su estafa. Con eso podría aliviar mis dudas. Sabría que al menos había evadido el engaño. Sin embargo ya no la encontré. No estaba en los alrededores. Habían transcurrido unos minutos apenas. ¿Y si la hice llorar? Trastoqué tanto su ánimo que la obligué a abandonar la zona, seguro fue lo que sucedió. Arruiné su vida para siempre. Seguirá bajo el sufrimiento de los golpes familiares. Yo era su último intento. Al menos eso es lo que he tenido en la mente durante la última semana. Tendré que llevar ese peso en los brazos.
Imaginemos una votación en la que se decide si soy una buena o una mala persona. El resultado es aplastante: noventa y siete votos están a mi favor (repito: es una suposición), mientras apenas tres son en contra. Pues bien. Aun así me obsesionaría más con esos tres votos negativos que con el triunfo dado por la amplia mayoría. Eso soy.
Lo que más le pido a una amistad es fidelidad absoluta. Que defiendan mi nombre ante la calumnia cuando no esté presente en la sala. Y es lo que yo ofrezco. Lealtad hasta las últimas consecuencias. Una capa ante cualquier ataque al que pudieran ser expuestos. También una apertura a cualquiera de las (pocas) cosas que soy capaz de ofrecer. Por eso digo adiós a cualquier amistad apenas se presente una traición. Borro de mi cabeza a quienes se relacionan con sujetos que me han insultado o que mienten acerca de mí. Que se queden con ellos. Conmigo se acabó. Me despido sin odio ni rencor. Desaparezco de sus vidas, sin más.
Soy atractivo para las señoras decentes. Esas que van a la iglesia y no se pierden la telenovela de horario estelar. Fracaso ante cualquier otro sector demográfico, pero las mujeres mayores me adoran. Las abuelitas, las amigas de mi madre o mis tías, la dulce anciana que atiende el restaurante… todas ellas dicen que soy guapo y lindo. Me lo dicen sin reparos. Consideran que tengo potencial y que soy apuesto, siempre desde un halo de inocencia (ninguna Mrs. Robinson, por desgracia). Acaso mi aspecto de viejo acabado esté en sintonía con la forma en que ellas entienden el mundo y sus secretos. Por lo demás, soy incompatible con la gente joven. Luzco fuera de lugar cuando estoy cerca de ellos. Ni siquiera me miran. Ya no hago intento alguno por encajar. Hace tiempo me quedó claro que es imposible.
Intento disfrutar de lo que se puede. Si no lo logro visitar Estambul, que nadie me quite el placer de tomar una taza de té o de lanzar un calcetín al bote de ropa sucia.
Nunca hay que perder la capacidad de asombro, pero al mismo tiempo hay que evitar ser alguien fácilmente impresionable. Rendirse ante la belleza de una burbuja de jabón o el milagro que supone la explosión de una palomita de maíz: adelante. Caer bajo la retórica de cualquier embaucador: por supuesto que no.
Sobre la técnica para emplear el gel antibacterial: usarlo una vez y a continuación repetir la operación. Luego ir a lavarse las manos con agua y jabón para, entonces sí, aplicar de nuevo gel antibacterial en una tercera vuelta. Vaciarse la botella por completo es una opción. Con la limpieza no se escatima.
me gustó mucho tú relato. Te felicito
Gracias, Ivette. Un saludo.