Los inicios de año tienden a ponerme sentimental. Me da por pensar en las pérdidas de los meses que antecedieron. Los días que se escaparon sin hacer ruido. Y lamento que no reaparezca el ánimo por las fiestas decembrinas que me abandonó en algún punto de la niñez. Una especie de ilusión ya perdida, asociada al comienzo de un nuevo ciclo. Por el contrario, lo que ha ganado terreno conforme ha pasado el tiempo es el desencanto y una indiferencia hacia las celebraciones que antes producían un revuelo interior. Un vacío que impide distinguir un primero de enero de un veinte de agosto cualquiera.
El 2015 llegó cubierto de una capa de niebla. Esperanzas que se ven apagadas por la incertidumbre y un entorno que invita a retroceder a lugares ya inaccesibles. No queda otra que seguir. El presente es lo que hay, sin que valga berrinche alguno. Lejos de las rabietas, toca probar otras manifestaciones que alivien la tensión. Mantenerse al pendiente de cualquier estímulo posible desde la perspectiva de una boca sedienta.
Me gusta, en todo caso, el entusiasmo que se respira en las calles cada que inicia un nuevo año. Los fracasos posteriores no quitan el hecho de que, por algún tiempo, las personas se animen y hagan propósitos para mejorar su existencia. Plantar cara ante lo grisáceo con una alegría desbordada sin reparar mucho por lo que viene después.
La ráfaga de acontecimientos. El brío de las doce campanadas en la radio. El brindis y la presura por masticar las uvas. Aferrarse a los deseos incumplidos de siempre con la misma intensidad que la primera vez. Comer sin miramientos (que se cuiden las servilletas), sin ni siquiera tener tanta hambre. Solo por el gusto de hacerlo. Ya te preocuparás en otra semana.
Por otro lado están las transmisiones por televisión. La llegada del año nuevo a otras partes del mundo, en donde las multitudes gritan, sonríen y buscan un beso a medianoche. Los juegos pirotécnicos. Un conductor que baila para contener el frío que le agobia. Una pausa frente al resto de los acontecimientos. Como si no ocurriera nada más.
Un par de horas antes de que el 2015 llegara a México, vi por televisión la celebración que tradicionalmente se arma en Nueva York. En Times Square, para ser precisos. Quizás el evento más famoso de la categoría. Y sentí un magnetismo por la transmisión que no sentí en otros años. Las luces de los edificios, los papelitos en el aire, los cantantes en escena… todo me deslumbró. Quise estar ahí, como otros tantos millones de personas lo sentían también.
La cuenta atrás fue emocionante. Aunque creo que lo mejor fue lo que vino después. En todo el lugar empezó a sonar el tema de New York, New York (originalmente interpretado por Liza Minnelli en la película de Scorsese) en versión de Frank Sinatra.
Nunca ha sido una de mis canciones preferidas de Sinatra, pero dado el contexto tomó un significado particular. Me dejé llevar por lo que ocurría y admiré la letra en todo su esplendor. Quería, en efecto, formar parte de ello. Ya no tanto de la ciudad en cuestión, sino del fervor, de la camaradería, de la fiesta. Caminatas sin rumbo en una noche llena de luces. La música haciéndole segunda a los tragos.
Comprendí que no se trataba de Nueva York. Era algo más. Los deseos estaban inclinados a un estado de ánimo, a un ambiente, a una disposición ante la vida. A no conformarse e ir por las cosas que nos pide el corazón. Hemos llegado a la edad en la que ya no podemos permitirnos perder el tiempo en cosas no nos gustan, como decía el gran Jep Gambardella. Es hora de aprovechar el cambio de ciclo (aunque sea ilusorio) para enfrentar lo que se viene. Dejar de esperar a que los milagros caigan del cielo y procurarse la fortuna uno mismo. Comenzar de nuevo una y otra vez hasta dar la campanada. Un golpe que se convierta en el punto de inflexión hacia la dicha.
Busca tu Nueva York particular. Pon atención a la letra de la canción e identifica las decisiones que podías adaptar a tales sentimientos. No tiene que ser el escape a una gran ciudad, ni siquiera algo material o extraordinario. Puede ser una actividad sencilla que llene tus días de diversión e interés. Puede ser un nuevo trabajo, un curso, un cambio de rutina.
Sal a correr. Aprende a tocar un instrumento musical. Inventa un nuevo platillo. Comienza un negocio. Organiza un partido de futbol con amigos a los que llevas años sin ver. Dona la ropa que lleves meses sin usar. Hazte experto en primeros auxilios. Ahorra para ir al restaurante que siempre has considerado inaccesible. Adopta un perro. Ve a un lugar en el que nunca hayas estado. Regálale un reloj a uno de tus sobrinos. Pasa un día entero con el más viejo de tu familia. Invita a comer a alguien de la calle. Viaja. A donde sea, pero viaja. Escribe un libro y mándalo a concursos. Fracasa todo lo que puedas. Gana lo que te sea posible. Enseña a alguien a conducir. Únete a algún club en el que no te chupen la sangre. Enamórate sin medir las consecuencias. Quédate despierto hasta que puedas ver de cara al amanecer. Ve al teatro y al cine. Aprende un idioma o aprende a bailar. Abandona lo que te aburra. Deséale buenos días a una persona a la que nadie voltee a ver. Olvídate de resentimientos. Toma terapia si necesitas ayuda para resolver un problema. Regala tu libro favorito a un desconocido. Retoma el contacto con alguien a quien extrañes. Múdate a otra colonia. Bébete la juventud directo de la botella…
Repito: busca. Busca tu Nueva York particular. No te quedes derrotado entre las sábanas. Lucha por el valor de cada minuto. Llena tu existencia de placeres. Combate la tristezas que sufres por haberte limitado cuando podías dar más de ti.
Despierta y mírate al espejo hasta que llegue el día en que te hayas convertido en eso que querías ser. Déjate de excusas, llorica. Depende de ti.