Los silencios se agrupan en distintas categorías. Pese a lo que pudiera creerse, no hay dos iguales, y para diferenciar a uno de otro hace falta recurrir al contexto, así como el trasfondo de aquellos que los mantienen. Estar en silencio se complica en tiempos de ajetreo. Las personas calladas son un tesoro que escasea debido a que la mayoría opta por el griterío que llama la atención. Los grandes medios están llenos de palabrería barata, que es lo que vende. Sea la declaración que busca sembrar polémica o la imbecilidad que despierta las mofas. El circo se alimenta de la basura argumental sin reparar en los daños producidos en los receptores. Lo que importa es el titular de escándalo, la vileza que atrae miradas.
Es verdad que también existe la resistencia. Hombres y mujeres que reivindican el poder de la expresión y que a través de ella consiguen cambiar mentalidades atolondradas. Son las personas que hablan con un sentido, que exponen ideas y que no se detienen a intrascendencias como la de hablar sobre el número de kilos que ha subido la vecina. Eso pertenece a los otros. A los deudores de la vulgaridad del chisme, quienes se detienen a contemplar las vivencias ajenas con tal de extraer de ellas el veneno suficiente para escupir una torre de llamas.
Urge revalorar la discreción. La gran conducta de quienes pudiendo hablar, prefieren permanecer callados. Una conducta que podrá traerles problemas o alejarlos de los reflectores, pero que prefieren mantener por un estricto sentido de la ética o, en algunos casos, del honor.
Mantenerse lejos de la verborrea es una de las manifestaciones de la elegancia. Cuando se encuentra a un ser con apego a la prudencia, resulta conveniente incorporarlo a la plantilla de amistades con las que se cuenta. Alguien discreto es alguien en quien se puede confiar. Alguien al que se le pueden decir los secretos sin temor a que los divulgue a la primera oportunidad.
De cualquier manera la prudencia debe estar en ambos lados. Que alguien sepa guardar nuestros secretos no significa que se los tengamos que contar. Esto por dos razones: primero porque las declaraciones tienen un peso que puede agobiar y, segundo, porque en ocasiones podemos confundir a alguien discreto con alguien que no lo es. La búsqueda no es infalible, hay riesgo de darle la llave de nuestro interior a un ladronzuelo. Así que hay cosas que debemos mantener para nosotros y nadie más, en la zona de mayor exclusividad: nuestra propia mente, un sitio a prueba de robos.
Mantener la lengua a raya es, en definitiva, una medida que te ahorrará conflictos y que te dará un toque de distinción. La habladuría es lo que separa al sujeto del caballero. Lo que separa a la tipa de la dama.
Cuídate de los que hablen mal de otras personas a sus espaldas. Aunque ataquen a personas que no te caigan bien o que ni siquiera conozcas. Si lo hacen con ellos, pueden hacerlo contigo. Igualmente desconfía de quienes revelen confidencias de terceras personas. Si lo hacen con ellos lo pueden hacer con cualquiera, lo cual, por mucho que duela, te incluye a ti.
Desde hace tiempo decidí alejarme de ese tipo de personas. Cuando me entero que alguien ha traicionado mi confianza, de inmediato procedo a borrarla de mi vida sin mayor aspaviento. Ni siquiera se los comunico. Simplemente dejan de saber de mí, como lo hacían antes. No hay vuelta atrás. La travesía es demasiado corta como para compartirla con quienes carecen de la mínima cota de respeto por tu intimidad.
Hablar con un chismoso es hablarle a otras ocho personas. O más. Los propensos a cotillear son especialistas en formar cadenas de murmullos. Se relacionan con otros seres de su calaña que a su vez transmiten el mensaje a su círculo con algún añadido malintencionado de su cosecha.
Se trata de una costumbre arraigada entre quienes no tienen nada importante que decir. Malos conversadores que se ven obligados a discurrir sobre existencias que no les incumben porque carecen de un acervo personal con el cual mantenerse a flote. De ahí que en vez de contar sus impresiones de un libro o de un viaje, prefieran chismorrear acerca de los dramas amorosos de alguien más.
Tenlo en consideración. Contar intimidades por las calles hace que tu imagen personal se vaya hasta el suelo. Y es aún peor. Disminuye tu calidad como ser humano. Nadie quiere rodearse de filtradores de información. Individuos capaces de ser desleales a sus amigos con tal de rellenar un hueco dentro de una plática cualquiera.
Sobre los temas de mayor confidencialidad, mejor no contarlos ni a las amistades cercanas, a menos de que se esté dispuesto a asumir una posible pérdida. Somos seres que cometen errores. Estamos expuestos a tener un desliz, por lo que es preferible no fiarse de nadie. Procura mantener tus contraseñas, enigmas y pertenencias dentro de cajas fuertes a cuatro metros bajo tierra. Te ahorrarás chantajes y decepciones.
Ya se lo preguntaba François de La Rochefoucauld: “¿Cómo pretendes que otro guarde tu secreto si tú mismo, al confiárselo, no los has sabido guardar?”. No te vuelvas rehén de las confidencias. Son como esferas de cristal sujetas al fino hilo de las relaciones sociales que en cualquier momento se puede romper. Si un día te enemistas con alguien a quien habías hecho grandes revelaciones, te verás presa de angustias, sin importar que el otro mantenga su voto de silencio hasta el final.
En pocas palabras, no te traiciones a ti mismo. Y tampoco traiciones a los demás. Si alguien deposita un secreto personal en tus oídos, es porque confía en ti. Procura estar a la altura. Por otra parte, haz oídos sordos a los chismes. Abandona la habitación en cuanto comiencen con tales vilezas. Sé digno. Salir a comer una naranja es preferible a quedarte en un nido que compromete tu integridad.
Quien revela un secreto no merecía recibirlo. Tómalo en cuenta cuando alguien te falle. Si lo hace, si expone tus sentimientos, corta de inmediato. No vale la pena conceder una palabra más a ellos.