Carl Sagan: el hombre del candil

Cuando era niño creía en fantasmas. Me daba miedo bajar a la cocina después de la medianoche. Temía que se me apareciera algún espectro o algún duende con instintos asesinos. Era muy pequeño entonces. Las películas de terror, así como las historias que llegaban a mis oídos por medio de otras personas, me hacían creen en lo sobrenatural, en algo con lo que había que tener cuidado. La obscuridad resulta terrorífica cuando tu mente da rienda suelta a una imaginación viciada por las creencias infundadas de los demás. El único camino para remediarlo parece estar en portarse bien, o encomendarse a los amuletos y supersticiones sugeridos por esos mismos personajes que te han inculcado la desconfianza.

Ya en la pubertad vino la fascinación. Lo sobrenatural todavía me producía un poco de miedo, pero también sentía un magnetismo hacia todo lo que le rodea. Me volví aficionado a consumir material sobre vampiros, muertos vivientes, sucesos paranormales, extraterrestres, posesiones demoníacas y misterios de la nueva era. Escuchaba programas de terror por la radio en donde personas contaban historias relacionadas con apariciones fantasmales y de otro tipo. Sentía que todo ello contribuía a hacer de mí alguien informado. Alguien separado del resto que parecía ignorar lo que en verdad importaba. Secretos que los medios tradicionales preferían ignorar por alguna extraña razón. Era difícil comprender por qué los noticieros de televisión se abstenían de hablar de casas embrujadas o de los muñecos vivientes de los que me enteraba por otros medios. Por algo nos lo ocultan, creía. Tenía doce años entonces.

Después crecí. Creo que la entrada a la secundaria fue determinante. Jamás fui un gran estudiante en lo que a ciencias exactas se refiere. Pero al menos comprendí cosas básicas. Cada lección comprendida equivalía a echar por la borda alguna falsa creencia. En ciertas ocasiones era complicado o hasta doloroso. No es fácil desprenderte de aquello a lo que te has apegado durante años. Pero lo hice. Uno de los pocos atributos que me reconozco es saber rectificar. Ni soy necio ni me cierro ante la evidencia. Sé que el orgullo es como el brócoli: sabe feo pero algunas veces te lo tienes que comer. Es por tu bien.

Ya al finalizar la secundaria y al iniciar la preparatoria, me volví alguien que dudaba de todo. Incluso de lo que deslumbraba a los demás. Dejé de consumir material paranormal. Mantenía mis reservas de cualquier cuestión que pudiera pensarse. Esto tenía implicaciones,  tanto positivas como negativas. Sí, porque una actitud semejante puede ayudarte, pero también te priva de mucho en material social y emocional. Más de una vez tuve reacciones neutrales ante acontecimientos que para los otros era motivo de alegría. Algunos tipos de engaños pueden tener un efecto placentero, con la salvedad (escrita en letra pequeña) de que suelen acarrear consecuencias. Consecuencias que, sin embargo, algunos están dispuestos a pagar e inclusive considerar como normales, cuando bien podrían evitarse desde un principio si tuvieran una visión ecuánime de las cosas.

Por aquellos tiempos tuve un profesor de psicología que, durante una clase, nos recomendó leer a un tal Carl Sagan. Recuerdo que casi nadie le hizo caso. En lo que a mí respecta, terminé por memorizar el nombre ya que el profesor me caía bien, además de que ambos compartíamos el entusiasmo por la música. Si bien él era más de los Stones y yo más de los Beatles, había algo que nos hermanaba, ese amor que iba más allá de escuchar un par de discos. Una franca obsesión por conocer todo lo posible de aquello que nos apasionaba.

El libro que recomendó aquella vez fue El mundo y sus demonios. Según sus palabras, una obra que debería ser una lectura obligada para hacer de este un mundo mejor. Algo que, por cierto, con ligeras variantes le escuché a otras personas más con el paso de los años. Suficiente para aumentar la expectativa hasta las nubes. El mundo y sus demonios se convirtió desde entonces en una deuda pendiente que recién hace unas semanas (noviembre/diciembre de 2014) pude remediar.

Ojalá hubiera podido leerlo cuando era un niño lleno de miedos ridículos. Aun así, topar con él ya como alguien formado en el escepticismo no le restó un solo gramo de interés. Por el contrario, cada capítulo representó una verdadera lección en más de un sentido. No solo en lo que respecta a la apreciación de la ciencia, sino también a otros atributos como la humildad, la objetividad y la renuncia a las respuestas fáciles que ofrezcan el espejismo de un consuelo.

Era justo lo que esperaba, lo cual es muy difícil de encontrar. De cualquier modo no fue mi primera aproximación a Carl Sagan, a quien conocí en unas vacaciones de hace años a través de Cosmos: un viaje personal, que supuso la gran consolidación de una nueva forma de pensar ante el futuro que me esperaba. Con varios capítulos llegué casi hasta las lágrimas, cual abuelita con la telenovela. Aquello distaba de ser un simple documental, como yo creía. Era algo más: el conocimiento elevado a la poesía. La ciencia empacada para seducir a vagos como yo. Reforcé la idea de que a ese hombre había que leerlo.

Lo anterior es uno de los grandes méritos de Carl Sagan: la facilidad que tenía para cargar de interés a temas que, usualmente, son vistos como aburridos o inaccesibles para el público en general. En algunos contextos se nos educa desde pequeños con la visión de que la ciencia es incomprensible, salvo para unos cuantos elegidos. Y la verdad es que no es así. Esas voces te arruinan. Ojalá los niños pudieran acercarse a la magia (es un decir) que hay detrás de aspectos que cuentan con explicaciones lógicas. El recreo no se encuentra solo en los cuentos y en la fantasía, también puede estar escondido en lo que vemos a diario, en eso a lo que ya no prestamos atención.

La tarea está en volver a ser esos niños que cuestionan todo, pero con el agregado adulto de no creerse la primer tontería que se obtenga por respuesta.

Peor que un ignorante es un ignorante que cree estar informado. El mundo y sus demonios es, en este aspecto, un golpe directo a la charlatanería. A todos esos crédulos que beben de fuentes endebles y que prefieren hacer oídos sordos ante la evidencia. Sagan, no obstante, es un hombre generoso que se dirige desde la sencillez. Es alguien que ofrece un consuelo, alguien dispuesto a comprender los errores de sus oponentes. A fin de cuentas somos seres humanos con miedos y limitaciones a los que intentamos hacer frente con lo que tenemos a nuestra disposición. Detrás de las supersticiones no hay mala fe. Al contrario, suelen ser enfoques equivocados que adoptan algunas personas (piensa en tu abuelita o alguna tía) que son embaucadas por, esos sí, seres aprovechados que bien haríamos en desenmascarar. La divulgación del conocimiento es ante todo un esfuerzo por tirar hacia adelante a una humanidad que permanece anclada a embustes del pasado.

Cada quien es libre de creer en lo que quiera, mientras no se afecte a terceros. Lo que conocemos como espiritualidad puede ser importante y hasta recomendable en la medida en que nos brinde tranquilidad y armonía con el exterior (en lo personal, no me considero ateo, aunque no soy alguien religioso).  Lo que no se puede permitir es volvernos esclavos de ideologías o fundamentalismos que minen nuestra capacidad para ser mejores de lo que somos. Esconderse tras la mentira es permanecer a la sombra, perderse los hermosos rayos de luz que están ahí a la espera de que demos un paso de valor.

 La verdad puede ser dolorosa. Sobre todo cuando contradice todo un sistema de creencias con los que creciste y que asocias con las personas a las que quieres. Rectificar, sin embargo, no implica traición ni desprecio por lo que fuimos. Lo que atenta contra la dignidad e insulta a la inteligencia es sostener las falsedades por el mero hecho de llevar la fiesta en paz. Limitarse es destrozar el potencial que tenemos como especie: conformarse con la frazada que nos ha cobijado desde la niñez, con toda la mugre y desgaste que la acompaña.

Y tampoco sirve de nada creerse más que nadie solo por atender a la razón y al conocimiento. A fin de cuentas nunca dejaremos de ignorar. Lo que sí podemos hacer es luchar centímetro a centímetro por llenar cada espacio que sea posible. Reconocer cuando no sabemos sobre un tema y procurar informarnos antes de abrir la boca con patrañas para salir del paso.

Vivir puede llegar a ser muy duro. Habrá momentos en los que un panorama lleno de problemas nos haga caer de la desesperación. Es normal. No somos máquinas: cargamos con una parte sentimental que nos hace vulnerables a las tentaciones. En este contexto, esperar un milagro o acudir a figuras que ofrecen un consuelo que la ciencia no siempre da, resulta lógico. Haz lo que creas conveniente, saca lo positivo que puedas de ahí. Pero la historia nos ha enseñado que siempre es preferible enfocarse hasta las últimas consecuencias en aquello que ha probado ser eficaz. Si te rompes una pierna, no esperes a que un espíritu baje a curarte. Reza si quieres, siempre y cuando sea en tu camino hacia el médico.

El escepticismo, por otra parte, dista de ser una postura contra la religión o contra las tradiciones (si bien puede acorralarlas, ponerles freno e interrogarlas como a otras materias). Se trata más bien de una forma de pensar que se aplica a cualquier orden de la vida. Sea en lo social o en lo político. Hablamos de una especie de conciencia crítica frente a un camino que sabemos está lleno de trampas.

También es un ejercicio personal contra nuestras propias creencias e implica ser exigentes con nosotros mismos y con lo que vemos. En un mar de fanatismo, la suspicacia impide el hundimiento.

Las estafas se encuentran en todas partes. Dejemos de lado a los brujos, a las «limpias» y a la astrología. La estafa también está  en un candidato que hace promesas irrealizables a una población con tal crear ilusiones que le consigan su voto. La estafa también está en los productos milagro que nunca cumplen lo que prometen. La estafa también está en esa persona que hace una oferta tentadora con tal de que vayas con él a su departamento. De todos ellos hay que cuidarse. Y la mejor forma de hacerlo es a través de la razón, de cuestionar, de dudar. No tragarse lo primero que te digan, por muy atractivo que sea.

Eso le debo a Carl Sagan y a otros los personajes que ampliaron mis perspectivas, si bien todavía tengo mucho que recorrer. Hoy en día no me fío de casi nada. Y así como me he perdido de algunas cuestiones por ello, también he ganado mucho. Hace al menos trece años que dejé de tener miedo a bajar a la cocina durante la madrugada (ni a ser víctima de mal de ojo o visitar un cementerio). Ya no soy rehén de la superstición ni estoy condenado a seguir las palabras de ningún charlatán. Sea un político, un conspiracionista o una señora con una bola de cristal.

Tampoco me creo lo primero que encuentro en internet o en la prensa tradicional. He adquirido el hábito de contrastar las noticias, verificar las fuentes y desechar cualquier especulación que no venga acompañada de pruebas.

Mantengo, eso sí, el gusto por las leyendas. Me entretengo con las historias de terror y le presto atención a los casos de misterio. Son divertidos. Los veo como una forma de pasar el rato. Lo único que no permito es que dominen mi cabeza.

Siempre tendremos temores. Es parte de nuestra naturaleza. Son reacciones que nos mantienen alerta de los peligros. Un ruido fuerte o una aparición inesperada activan el mecanismo de precaución. Lo que corresponde es estar a la altura. Responder con lo mejor que contamos. El acervo de conocimiento que ha costado noches de desvelo, aun cuando esté lejos de ofrecernos garantías.

Decía Ann Druyan (la última esposa de Carl Sagan y el amor de su vida, según sus propias palabras) que el legado de Carl Sagan y la influencia que tuvo (y tiene) en muchos jóvenes le permite, sin recurrir a creencias sobrenaturales, sentir que su marido sigue vivo. Y así es. No cabe duda. Cada que lo vemos, leemos y aprendemos de él, una parte suya está con nosotros. La mejor forma de agradecerlo es trabajar desde nuestras trincheras. Sea a través de la investigación, la divulgación o con actos tan simples como recomendar El mundo y sus demonios a un grupo de estudiantes.

Esto va por ti, Carl. Gracias por la ayuda.


Dejo algunas citas que extraje del libro:

—Cuanto más deseamos que algo sea verdad, más cuidadosos hemos de ser.

—Pero, si no se ejercita cierto escepticismo mínimo, si uno tiene una credulidad absolutamente ilimitada, más adelante tendrá que pagar el precio. Entonces se lamentará de no haber hecho antes una pequeña inversión de escepticismo.

—Mantener la mente abierta es una virtud… pero, como dijo una vez el ingeniero espacial James Oberg, no tan abierta como para permitir que a uno se le caiga el cerebro.

—Porque el hombre cree con más disposición lo que preferiría que fuera cierto. En consecuencia rechaza cosas difíciles por impaciencia en la investigación; silencia cosas, porque reducen las esperanzas; lo más profundo de la naturaleza, por superstición; la luz de la experiencia, por arrogancia y orgullo; cosas no creídas comúnmente, por deferencia a la opinión del vulgo. Son pues innumerables los caminos, y a veces imperceptibles, en que los afectos colorean e infectan la comprensión.

—Repito que es mejor la verdad por dura que sea que una fantasía consoladora. Y, a la hora de la verdad, los hechos suelen ser más reconfortantes que la fantasía.

—Una de las lecciones más tristes de la historia es ésta: si se está sometido a un engaño demasiado tiempo, se tiende a rechazar cualquier prueba de que es un engaño. Encontrar la verdad deja de interesarnos. El engaño nos ha engullido. Simplemente, es demasiado doloroso reconocer, incluso ante nosotros mismos, que hemos caído en el engaño.

—¿He oído alguna vez a un escéptico que se creyera superior y despreciativo? Sin duda. A veces incluso he oído ese tono desagradable, y me aflige recordarlo, en mi propia voz. Hay imperfecciones humanas en todas partes. Incluso cuando se aplica con sensibilidad, el escepticismo científico puede parecer arrogante, dogmático, cruel, despreciativo de los sentimientos y creencias profundas de otros.

—Aceptar sin crítica toda noción, idea e hipótesis equivale a no saber nada.

—Cuando, por indiferencia, falta de atención, incompetencia o temor al escepticismo, alejamos a los niños de la ciencia, les estamos privando de un derecho, los despojamos de las herramientas necesarias para manejar su futuro.

—El escepticismo tiene por función ser peligroso. Es un desafío a las instituciones establecidas. Si enseñamos a todo el mundo, incluyendo por ejemplo a los estudiantes de educación secundaria, unos hábitos de pensamiento escéptico, probablemente no limitarán su escepticismo a los ovnis, los anuncios de aspirinas y los profetas canalizados de 35 000 años. Quizá empezarán a hacer preguntas importantes sobre las instituciones económicas, sociales, políticas o religiosas. Quizá desafiarán las opiniones de los que están en el poder. ¿Dónde estaremos entonces?

—Carl Sagan.

carl sagan

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