El otro día terminé en medio de una conversación que me dejó pasmado. Era sobre un tema del que yo no sabía mucho, y en el que prefería no intervenir. Pero justo me di cuenta de que con algunas personas pasa justo lo contrario: gustan de exhibir sus miserias en cuestiones de las que no saben nada. Encima con la desfachatez de hacerlo como si fueran una autoridad en la materia.
La plática era sobre el ébola. No era de extrañar: se trataba de un asunto de actualidad que está en boca de la mayoría. Lo que sí daba para pegar un brinco y salir de la habitación era la forma en que abordaron una problemática que ha causado la muerte de miles de seres humanos y dificultades sanitarias allí por donde pasa.
Para los tertulianos de esa mesa, el ébola era una mentira. Un montaje. Una cosa que no existe. Se trata de un invento maquinado por altas esferas para ocultar las atrocidades que cometen a diario. Una cortina de humo llevada a la máxima potencia.
Según su perspectiva, la crisis de salud en varios países de África es un invento. Lo mismo que el caos montado en España por el caso de la enfermera contagiada (quien al paso de las semanas se recuperó). No hay más. Los líos en los que se encuentran los países en donde el ébola ha llegado se tratan de una mera obra teatral. Y los gobiernos involucrados son unos embusteros sin corazón.
Uno de los presentes fue más allá. Dijo que el ébola es un cuento de las dos grandes televisoras de México para distraer de los problemas que atraviesa el país. Un favor al régimen para que se hable de otros sucesos en vez de voltear al infierno que tenemos aquí.
La exageración de sus palabras era sorpresiva. La raíz de las mismas, en cambio, no tanto. La incredulidad tiene un hijo bobo llamado conspiracionista, común de ver en los círculos sociales. Sobre todo cuando se aborda la política o materias de la cultura general. De ahí surge una gran cantidad de teorías que no escatiman en ridiculez.
No es que los conspiracionistas duden de todo, sino que optan por ignorar cualquier evidencia que ose contradecir sus sospechas. Actúan como si tuvieran un espíritu crítico e independiente alejado de la simpleza de las masas, pero en realidad son dóciles mentes que corren hacia donde sus prejuicios les indiquen.
Cualquier cosa que tenga que ver con el Gobierno, la prensa tradicional y los Estados Unidos, de inmediato es descartada por ellos. El hombre no aterrizó en la luna en 1969 como la NASA dice. Los reptilianos dominan el orden mundial. La caída de las Torres Gemelas fue un plan interno orquestado por la CIA. Si no te das cuenta de ello, eres una marioneta que ha sido absorbida por el sistema.
Cuestionar a las versiones oficiales es válido y hasta recomendable en contextos donde el poder está infiltrado por la corrupción y la deshonestidad. Eso está claro. Dudar es una responsabilidad. Sin embargo, siempre hay que hacerlo con una base, con un mínimo de rigor y honradez intelectual. De otro modo, se le da juego a la especulación barata. A una variante de la charlatanería.
La pasión crítica pocas veces se examina a sí misma. Pareciera que cualquier artimaña vale para estar en contra de lo que se desprecia, mientras se solapan las atrocidades de aquello con lo que se simpatiza.
Lo más irritante de los conspiracionistas es su aire de superioridad. Van por ahí como si supieran los secretos que el vulgo ignora. Creen que son entes informados por encima de cualquier manipulación mediática. Van montados sobre un cúmulo de basura desde el que se sienten titanes del pensamiento.
Hacerlos entrar en razón es una pérdida de tiempo. Yo antes lo intentaba. Les hacía notar sus incongruencias y les ofrecía explicaciones a los despropósitos en los que se sustentaban sus descubrimientos. Pero ellos no parecían escuchar. Continuaban en la necedad, esa manta corta con la que se cubren los casos perdidos.
Incluso es común que reaccionen de forma violenta. Te insultan, te llaman borrego o agachón por no atender al disparate. La montaña de su palabrería se sostiene en una nota que leyeron por internet, esa tabla con la verdad absoluta.
Porque los conspiracionistas son así. Sin más, se tragan cualquier tontería se apegue a sus prejuicios. Para ellos, la nota de un blog firmado por un anónimo tiene mayor credibilidad que un equipo de especialistas en la materia. Da lo mismo tener un doctorado en Ciencias Bioquímicas. Al final lo relevante son las ocurrencias que teclea un tipo antes de que su mamá lo llame para cenar.
Con los conspiracionistas no hay manera. En el fondo no les interesa llegar a la verdad. Lo único que quieren es tener la razón, así sea de manera artificial. Es el método que tienen de sentirse diferentes al resto. De ser considerados un caso aparte.
En su lógica retorcida, opinar lo contrario a alguien te convierte en superior a ese otro sujeto. De ahí que exista tanto contreras que polemiza hasta por el uso de las servilletas.
Quiero pensar que a los conspiracionistas no los mueve la mala intención, sino una ceguera propiciada por el sufrimiento. Hay motivos de sobra para oponerse a un sistema que te ha hecho daño. Y hay que hacerlo cada vez que sea necesario, del mismo modo en que hay que reconocer cuando un muestra positiva sale de ahí.
Lo importante es no caer en el círculo vicioso, en el abismo de la mentira. Eso no lleva a ningún lado y te emparenta con eso a lo que desprecias. El rencor, de cualquier modo, suele ser un mal consejero. Como tantos otros sentimientos, lleva a la irracionalidad.
La duda y la suspicacia son imprescindibles en una sociedad que ha padecido el abuso del poder. En cualquier caso, no son fines en sí mismos, sino apenas el punto de partida en una ruta que debe hacer uso de otros elementos como la investigación y la reflexión.
Lo que sea necesario para evitar propagar la imbecibilidad, un virus que mata al espíritu después de alojarse en el cerebro.