El agua sucia que se esconde en los charcos

El panorama ofrece recompensas para los románticos que todavía mantienen los ojos abiertos. Conviene recordarlo, en especial cuando la costumbre empieza a arraigar en nosotros una especie de inmunidad ante las pequeñas sorpresas. Hay que decirlo, la capacidad de asombro flaquea con el paso de los años. Una de las tantas catástrofes para lamentar cuando se hace un recuento de la vejez.

Tales achaques propios de la edad pueden, por fortuna, combatirse. Para conseguirlo es necesario hacer un ejercicio de mentalización. Imaginar, con todas las fuerzas, que se tienen los ojos de quien mira por primera vez. Como si aquello que siempre hemos tenido fuera más bien un poder celestial que adquirimos apenas hace unos minutos.

Para ilustrar la actitud requerida, les contaré  una escena que vi hace unos meses y que desde entonces cambió mi perspectiva general sobre lo que nos rodea. Ocurrió en un parque, en los minutos posteriores a una intensa lluvia. De esas que, para compensar su furia, dejan la herencia del olor a tierra mojada.

Da gusto notar cómo las personas empiezan a salir de sus guaridas luego de la tormenta. A reclamar lo que es suyo. La calle, una caminata y la posibilidad de tomar un café en una esquina cualquiera.

Quedan, eso sí, las secuelas de batalla. El suelo resbaloso y los charcos acumulados. Hay que tener cuidado a la hora de caminar con tal de no empaparse ni acabar tirado en la banqueta. Yo, que andaba por el parque, decidí reducir los riesgos. Me senté en una banca luego de secarla cuanto pude con un periódico. El ambiente era relajado, con un cielo gris que invitaba a la reflexión. Puse música en los audífonos para redondear el paisaje. E inicié una de las actividades que permiten poner en práctica lo que les decía: la fascinación por los pequeños detalles. Encontrar el tesoro en donde los demás ven obscuridad. Lo que hice fue mirar a la gente que caminaba por ahí.

Vi señoras, vendedores, ancianos, parejas de novios y entusiastas del ciclismo. El espectáculo, no obstante, se lo robó una niña de unos siete años.

Antes decir que enfrente de donde yo me encontraba sentado, había un charco de profundidad considerable. Quienes pasaban por ahí hacían maniobras para evitar el contacto, ya que hacerlo suponía estropear la ropa y el calzado con vista al resto del camino. El esfuerzo que ponían para esquivar el obstáculo los llevaba a dar saltos o rodear la zona, aunque ello significara una mayor vuelta.

Hubo una sola persona que se abstuvo de evitar la trampa. Fue la niña, que vestía con tenis blancos, chamarra rosa y un pantalón de mezclilla.  Apenas estuvo cerca del charco, se detuvo un par de segundos y esbozó una enorme sonrisa que anticipaba lo mejor. Tan solo por ello bajé el volumen a la música que traía en los audífonos. Una sabia decisión.

La niña empezó a brincar sobre el charco como si no hubiera mañana. Una y otra vez: era la descubridora del mayor divertimiento en la historia de la humanidad. Aunque solo unos pocos se enterarían.

El momento fue lo suficientemente conmovedor como para que no me molestara por las salpicaduras que llegaron hasta mis piernas. El regusto de un acontecimiento cumbre quedó sellado con lo que vino después. La niña empezó a gritar: «Mira, mami. Un charco, un charco». Era la voz de una emoción pura.

La madre, que venía más atrás, corrió horrorizada hasta ella. La cargó y le preguntó que cómo se le ocurría hacer eso. Que el agua estaba sucia, que se iba a enfermar. La niña dejó de reír. Le costaba comprender aquellas palabras. Cómo es que el agua puede hacer daño, si es tan divertida. Eso imaginé que pensó.

Al poco rato ambas se fueron de ahí, pero quedó la marca de la anécdota. No sé si la niña vuelva a recuperar esa chispa o si la perdió para siempre luego del regaño. Puede que su madre, sin darse cuenta, le haya dado uno de los primeros golpes de madurez que poco a poco minan con el espíritu transgresor con el que se inicia el camino. La primera baldosa en el camino de la amargura.

Incluso con ese final, la escena dejó en claro el valor de los placeres sencillos. Los que se olvidan por culpa de ocupaciones que arruinan la piel. Lo del charco fue  una de esas recompensas que llegan para quienes mantienen los ojos abiertos. Una de las lecciones que muchas veces pasan de largo para quienes están sumergidos en la pantalla del celular o en pensamientos negativos que llevan a la desdicha.

A propósito de ello, caí en cuenta de que el exterior está lleno de espectáculos que, por ser gratuitos, no se valoran como merecen. Es verdad que con el tiempo he caído en la desfachatez de verle el lado emocional a todo. Me he convertido en uno de esos cursis que mi versión adolescente (que se creía tan fuera de la norma) tomaba por ridículos.

Pero es así, como decían tus padres y tus abuelos. De vez en cuando hay que hacerles caso. No todo es ver la televisión, los videojuegos o estar en la computadora (aunque es verdad que, a su modo, son plataformas estupendas). Hay hermosura allá afuera. De repente cae bien salir a respirar y rendirse ante las obras en movimiento que transcurren sin pedir un centavo a cambio.

Piensa en lo que te has convertido. Quizás han pasado meses desde la última vez que miraste las estrellas con atención. A veces hasta años, porque a menos de que salga en el periódico la nota sobre un eclipse se da tan por sentado lo que hay allá arriba que ya ni se echa un ojo. Cuando, en realidad, hasta en los días más normales, se trata de una vista con la que casi nada resiste la comparación.

Has acabo recluido en tus propias costumbres.

Pienso también en las nubes. En lo hermosas que son. Cómo uno puede perderse en ellas durante toda una tarde. Con la mente a veces en blanco, otras veces con los pensamientos que acuden cuando llega la tranquilidad. De que no se necesita pagar un boleto para poder presenciar un acontecimiento al que cualquiera puede acceder y que no por ello pierde importancia. E imagino, para ponerlo en dimensión, que si el cielo estuviera cubierto por una capa que impidiera ver lo que ofrece, pagaríamos cada tanto para ver lo que ahora mismo tenemos de a gratis.

Desde la tarde en que conocía esa niña tengo en mente las bondades que están siempre para quienes tengan la disposición de atraparlas. Inclusive en el agua sucia que se esconde en los charcos.

vanessa redgrave

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