Para escribir un texto largo a veces basta con un buen primer párrafo. Lo demás ya se hace por compromiso. Para no fallarle a esas primeras palabras que están con la ilusión de ver la obra redonda. Ni cómo dejarlas plantadas.
Hasta con la literatura llega la tentación de promiscuidad. Se puede estar en medio de una lectura amena, pero aun así los ojos se distraen con ese otro libro ubicado en el buró que clama ser repasado también. Si uno resiste ante tal seducción es por respeto a la pareja actual, porque ha aguantado nuestro tacto ya por un largo tiempo y porque ofrece lo mejor de sí. Sería cruel tirar una relación a la basura luego de que estuvo ahí cuando la necesitamos. Se llama fidelidad.
Luego están las tiendas. Da igual el número de lecturas pendientes que tengamos en casa (que puede equivaler a una montaña), siempre está la atracción de comprometerse con una nueva elección.
Los libros nunca se acaban. Incluso los más ávidos lectores se van con frustración. Es imposible leerlo todo. Y no solo eso: es imposible leer todo lo que se quiere. Quedará siempre alguna deuda que acompañará hasta el último día.
Está la cuestión de la relectura. Para algunos es una perdida de tiempo (preferible pasar a la novedad), para otros es más que recomendable. Lo cierto es que nunca se lee dos veces el mismo libro. Puede ser la misma edición, con las mismas letras y la misma portada. Pero la segunda lectura será diferente. Ya no somos los mismos. El riesgo en este caso es que se nos rompa la imagen que teníamos de cierto autor: que ya no impacte como antes. Quizás hasta se pueda estropear el cariño, Toca decidir si se toma esa ruta o si es mejor quedarse con la imagen que todavía conmueve en los recuerdos.
A la hora de regalar un libro no hay que pensar únicamente en los gustos propios ni en los ajenos. Se ha de buscar un punto intermedio. Algo que le pueda gustar a la otra persona, pero que también la pueda sorprender. Dar la oportunidad a que se le abra un campo nuevo.
La aburrición que provoca un libro bien puede medirse por la cantidad de veces que hace voltear la mirada hacia el número de página.
El libro electrónico tiene grandes ventajas, ya casi nadie lo niega. Incluso lo empiezan a reconocer los fetichistas del papel. Uno de los puntos clave es la disponibilidad. Adiós a conformarse con los títulos que se encuentran en la librería cercana. Las opciones aumentan con lo disponible a través de internet.
Una de las grandes desventajas (que las hay) tiene que ver con la falta de flexibilidad. Antes si un libro desagradaba, uno podía agarrar y tirárselo en la cabeza al vecino. Otros optaban por quemarlo o lanzarlo al bote de basura. Así, incluso los malos tragos ofrecían la posibilidad del desahogo físico. Ahora no. Uno se lo piensa dos veces antes de darle de martillazos a la tableta en donde se leyó una porquería.
Son pocos los consejos de escritura que funcionan. Pasa que se carece de una receta universal. Cada quien tiene sus propios métodos y vicios que rara vez son compatibles con los demás. De cualquier modo hay pautas esenciales que valen la recomendación. Una que se me ocurre tiene que ver con la comodidad. Una buena silla y un escritorio son de gran ayuda para las jornadas maratónicas frente al teclado. Hay, sin embargo, quienes prefieren escribir mientras están acostados en la cama. Es el caso de Truman Capote, quien decía no poder pensar con claridad en otra posición. Su estrategia era hacer borradores primero en una libreta y luego pulir en sucesivas transcripciones hasta llegar a la piedra final. Esto es, cuando no queda nada más que quitar o agregar. Mimar un texto hasta la muerte, aunque quizás nadie lo lea jamás.
Fuera de cuestiones prácticas, hay un elemento que hace extrañar el auge de los manuscritos. Hace años uno podía ver la letra de alguien más y a partir de ello adivinar rasgos de su personalidad. Si bien la grafología es propio de charlatanes, al menos se tenían señales que eran mejor a nada. Mirabas la carta de una chica y casi podías notar que estaba enamorada de ti por ese empeño puesto en cada trazo y pequeños detalles como un corazoncito a modo de punto o un arcoiris que hacía la función de una coma.
Sin tener sustento alguno para afirmarlo, me atrevo a decir que los más cursis en materia literaria son los lectores casuales. A los que más se les llena la boca con las bondades de las novelas y los escritores son esos que apenas leen cuando no les queda de otra. Según mis impresiones, los más ávidos lectores prefieren mantener una relación íntima con su pasión. Sin hablar mucho de ella, sin hacer aspavientos. Deleitándose y sufriendo en un rincón al que nadie más entra. Lo mismo aplica para la música, el cine o el futbol. Las faramalla intenta compensar lo que honestidad no emite.
Para que la satisfacción desaparezca basta con esperar el paso del tiempo. Aquel texto que parecía redondo, poco a poco se revela a sí mismo como un despojo lleno de errores y carencias. El disgusto es mayor porque, aunque se proceda a corregir, ya muchos ojos se llevaron una impresión negativa. Dentro de todo cabe un consuelo: detectar la debilidades de nuestras versiones pasadas, implica que hemos mejorado. Acaso lo terrible sea releer lo que se escribió hace un año y encontrarlo perfecto. Entonces nos habremos estancado.
Me considero un voyerista de libros. Apenas veo en la calle a alguien que lee, no puedo evitar lanzar una mirada indiscreta para ver la portada de aquella obra. Un placer mayor: echarle un vistazo a la biblioteca personal de algún conocido. Sacar conclusiones a partir de la selección de los títulos. Si vale la pena quedarse a tomar un café o si más bien hay que huir a toda prisa.
Subrayar es darle una caricia a las líneas bonitas.