El problema con el cambio

Despiertas por la mañana luego de una noche agitada. La cabeza te duele, tienes la boca seca. El sol te pega de pleno en la cara, sin piedad alguna. Te miras al espejo y te preguntas si tú eres tú. Te ves distinto a otros días. Estás ante la peor de tus versiones. Quisieras tener un bálsamo para recuperarte. Pero en la cocina no tienes ni un vaso de agua. Tampoco aspirinas. Olvidaste hacer las compras otra vez. Creíste que la vida estaba allá fuera, que podías comer y beber por siempre en las calles. Y ahora no, resulta que añoras una sopa caliente, un jugo de zanahoria. Lo que sea con tal de romper con la miseria en la que te has hundido.

Enciendes el boiler. Una ducha siempre ayuda. Lo malo: mueres de sed y no puedes esperar los treinta minutos que el agua tarda en calentarse. Aun así, necesitas estar presentable para poder ir de compras. Decides ponerte un pantalón de mezclilla, una camiseta negra y arreglarte el cabello en el espejo. El desastre permanece, pero ya es uno al que está habituado el exterior. Al menos le ganas a una calabaza. Si una mujer tuviera que decidir entre casarse contigo o una calabaza, te elegiría a ti, aunque sea  para no espantar a su madre. O eso piensas mientras sales de casa con rumbo a la tienda de la esquina. Sí, tú serías el elegido por ella.

Afuera escuchas el grito de unos niños que juegan. Sientes una palpitación en la frente. Quisieras que esos niños estuvieran en sus casas jugando póker sin reventar los oídos de nadie. Luego empiezas a temer que algún conocido te vea. Cómo podrías explicarle tu lamentable estado físico, si tanto te has esforzado siempre por lucir impecable. Esta vez ni los lentes obscuros te ayudarían a pasar desapercibido, así que caminas con cuidado, sin llamar mucho la atención.

Ya en la tienda, apuras a tomar una botella de agua mineral. También algunos jugos, galletas y un paquete de almendras para desayunar. Tus aspiraciones están en lo mínimo. No sabes cocinar nada que valga la pena. Lo único que quieres es que la jaqueca se vaya para que puedas comer en cualquier restaurante. En la caja pides unas aspirinas mientras guardan los productos en una bolsa. Te dicen el total de la cuenta. Pagas con un billete de quinientos y la mujer que tienes enfrente dice que no tiene cambio. Cómo que no tiene cambio, le dices. Se supone que en este tipo de lugares se mueve mucho el dinero. Sí, dice ella, pero ahora no tenemos cambio.

Te pregunta si traes otra forma de pago. Le dices que no. Acabas bajar de tu casa y apenas tuviste tiempo de ponerte unos pantalones. Menos ibas a traer la chequera. La cajera dice que, si gustas esperar un rato, puede ir  a cambiar el billete en un local de por ahí. Le dices que no, que así está bien. Que luego vuelves. Pese a que sabes nunca lo harás. Eres  presa de un ataque de ansiedad. No le ves el caso a nada. Estás harto de lo que te rodea, del punto al que has llegado. No quieres estar en ese lugar un minuto más. A tu edad ya no deberías tener ciertos problemas. Y sin embargo los tienes.

Aunque quieres gritar o llorar, haces lo de siempre: nada, salir de ahí y regresar a tu casa como si nada ocurriera.

Bueno, te duchas. Y sí, luces mejor. El agua se llevó algunos de tus pesares. Si no todos, al menos sí los suficientes como para que puedas afrontar las siguientes veinticuatro horas sin tirarte a llorar en el suelo. Abres el clóset, sacas la combinación de ropa  que habías ideado mientras te aplicabas el shampoo (una camisa blanca y un pantalón que hace tiempo no usabas) y pidas un taxi por teléfono. Quieres ir a un lugar donde preparen comida decente.

El taxista llega en menos de cinco minutos. Le das los buenos días, él te dice buenas tardes. Durante el trayecto no vuelvan a hablar. Te sientes mal al respecto. No es que a ti te guste tener conversaciones con desconocidos; si él te hubiera hecho plática seguramente desearías que se callara. Lo que sí es que preferirías eso a sentirte despreciado. Lo más seguro es que a él no le parezcas interesante. No eres alguien digno de sus palabras. Prefiere escuchar la música de siempre en la radio. Eres insignificante en comparación.

Por fin llegan a tu destino. Un restaurante  al que va poca gente y que tiene muy buena comida. Piensas explotar esa mina hasta que sea descubierta por otras personas. Entonces abandonarás en busca de tierras nuevas en donde haya menos ruido y menos caras humeantes.

Pagas con un billete de cien lo que indica el taxímetro: sesenta y ocho pesos. El taxista te pregunta si no traerás cambio, que él no trae nada. Le indicas que tú tampoco. Sabes que le diste un billete de cien, que no es para tanto. No exagere, le dices. Pues no tengo cambio, repite él. Dudas de sus palabras. Quizás el señor esté jugando con tu corazón, su apuesta es que, ya harto, le digas: «Tranquilo, no se preocupe. Quédese con el resto». Así que resistes. Ya no eres el mismo que hace unas horas se rindió en una tienda. Eres otro; limpio y perfumado.

De cualquier modo el taxista insiste: no traigo cambio, joven. Y le crees, porque si te pones a recordar, la verdad es que el problema del cambio ha ido en aumento durante los últimos años. Ya no es como antes donde podías pagar lo que fuera con la seguridad de que del otro lado te entregarían lo que corresponde. Ahora ya no, la traba  ocurre hasta con las bajas denominaciones. Al pagar un helado con un billete de cincuenta te expones a que te pregunten si de favor traes monedas.

En la misma línea están las máquinas que traen colgado un letrero: «no doy cambio». O lo establecimientos en donde ya de plano se niegan a recibir billetes grandes. Lamentas que por culpa de esa dinámica hayan crecido  las complicaciones para tirar volados. Nadie quiere soltar sus centavos. Hay desconfianza, se exprime hasta el máximo lo que se tiene. Piensas en eso antes de notar que, en ese pantalón que hace mucho no usabas, traes unas monedas.

Le completo sesenta y dos pesos, le dices al taxista. Y él acepta.

taxi driver

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