Pocas cosas me alteran tanto como cuando, por accidente, piso a un perro. Dar un paso sobre lo que parece ser una pobre patita y luego escuchar un chillido provenir desde abajo. ¿La víctima? Una mascota que cometió la imprudencia de no medir nuestra falta de cuidado. La criatura que te da un recibimiento de campeón cada que regresas de la calle, se ve de pronto violentada sin merecerlo. Se remuerde entonces la conciencia, aunque lo hayas hecho sin querer. La nobleza del perro impulsa a que te sientas fatal. El que te siga dando su cariño, a pesar de la equivocación, lo hace aún peor: sería preferible recibir un gruñido o hasta un mordisco, para quedar a mano. Pero no, el perro se aleja un poco y luego empieza a mover la cola, con una especie de gentileza. Has lastimado a quien te quiere y no hay ningún reproche. Una combinación que quizás nunca experimentes con alguien de tu propia especie.
Lo que dije al principio es en serio. Pisar a un animal me duele en el alma. El otro día, mientras bajaba a la cocina por un vaso de agua, pisé uno de los perros que tenemos en casa y el recuerdo me atormenta todavía. Lo hace con una intensidad mayor a lo que producen hechos que podrían considerarse más graves.
Pienso en ello a menudo. De cómo problemáticas insignificantes para el resto de la sociedad son puntos capitales de la existencia de uno. Porque tengo que hacer una confesión que me avergüenza. Las grandes tragedias de la humanidad me importan y me preocupan, pero palidecen ante mis propios dramas personales.
Por ejemplo, sé que en el mundo hay muchas guerras, injusticias y calamidades. Sin embargo, mi mayor angustia en el último mes fue haber perdido mi cortauñas. Es la verdad. Pasé la una semana entera con un gran peso encima porque no lo encontraba. Un día desapareció del buró y por más que busqué no conseguí hallarlo. En lo sucesivo, tuve complicaciones para conciliar el sueño y sonreír frente quienes estaban alrededor. Hasta que por fin compré uno nuevo.
A pesar de la enorme cantidad de tragedias que ocurren a cada minuto, la pérdida de un objeto ordinario representó un infierno. Y no sé por qué. Ni siquiera tengo que hacer comparativos de alcance universal. Yo mismo tengo problemas peores que el de las uñas sin que por ello llegue a la misma reacción disparatada.
Es probable que muchos me critiquen, lo cual entiendo. Dirán que soy un insensible, que debería tener una mayor empatía, que cómo se me ocurre. A ellos les digo que se equivocan: soy alguien que siempre procura por quienes le rodean y que, incluso, tiene una sensibilidad mayor a la recomendable. Casi todo me afecta en algún nivel. Lo único que hago con esto es ser sincero. Es probable que ustedes lleguen a las mismas conclusiones si también lo son.
Claro que deseo que el hambre sea erradicada del mundo. Si de mí dependiera, cada persona tendría asegurada la alimentación, la educación, la vivienda y el acceso al sistema de salud. No solo eso. También los niños de todos los países recibirían una barra de chocolate cada quincena, que eso siempre aligera los pesares. En el caso de los adultos, una taza de té. Tal vez una caricia.
Lo único que indico es que los dramas personales merecen un respeto. Da igual lo que opinen los vecinos. Cuando una minucia te duele, es por algo. A menos de que engañes a tu interior. Y ya estamos viejos para eso.
Apuesto a que cuando se te ha caído el celular al suelo has tenido un agobio superior al que sientes cuando se anuncia en las noticias que una avalancha dejó varios heridos en algún país lejano. Que al menos durante unos pocos segundos, un relámpago te ha erizado la piel mientras ves cómo el aparatejo se dirige irremediablemente hacia un impacto brutal. Si bien tu mente indica que la avalancha con heridos es mucho peor, el incidente individual es el que te hunde.
Es lo que se conoce como dramas del primer mundo o white people problems. Aunque, creo, se trata de una cuestión que afecta a casi cualquiera. Menos a los santos, desde luego, o esos personajes admirables que dan su vida entera por servir a los demás. Los que ahora mismo atienden a enfermos que ni conocen en zonas aisladas en donde no tienen televisión por cable.
Tendemos a defender a nuestras minucias. Aventuro una explicación: concentrarse en las trivialidades distrae la atención de sufrir por las cosas que están fuera de nuestras manos. Armar escándalo por el paso de una mosca logra que nos olvidemos del incendio que hay a nuestras espaldas. El mecanismo de defensa enfoca los pensamientos en aquello que se puede controlar, para así librarse de las frustraciones que conllevan las desgracias que se nos escapan, que se le escapan a cualquiera. Las que parecen irremediables y que reaparecen cada tanto en el horizonte para recordar que estamos perdidos.
De cualquier modo, las reacciones no dejan de ser síntomas espontáneos de los que es complicado tener control. Lo que sí es posible es sobreponerse a ellos. En una valoración profunda, la cabeza termina por decantarse por lo que, en un plano objetivo, resulta lo mejor. Que todos mis cortaúñas se pierdan hasta la eternidad si con ello un niño cualquiera se salva de algún peligro.
A fin de cuentas lo que tenemos, por pequeño que sea, es lo que ayuda a enfrentar ese exterior caótico y cruel. Es el equivalente a una manta a la que nos aferramos desde la orilla de la habitación. Ancla a la que apretamos hasta que no más de sí, mientras allá afuera la tragedia acecha, con sus guardianes a la espera de que cometamos un error. Que nos confiemos y salgamos del refugio, para entonces sí enterrar sus colmillos y dejarnos tirados en la tierra, sin ganas de volver a levantar la mirada una vez más.
Lo sé, sufro por accidentes con mis mascotas, aún recuerdo que le pegué a un perro cuando atrapó un pájaro, no fue un golpe que lo lastimara, fue más una palmada un poquitín más fuerte.
O cuando he pisado colitas/patitas.
También me atormenta que me den popotes en cada bebida que pido, WTF?! con una es más que suficiente, me atormenta pensar en la cantidad de basura que genero.
Un sentimiento parecido al de los popotes ocurre con esos sobrecitos de catsup sobrantes. Uno puede regresarlos, pero ya no es lo mismo. También da grima que le den a alguien más algo que ya ha sido manoseado.