Cuando era niño tenía una historia que me gustaba contar a mis compañeros de la escuela. Les decía que durante unas vacaciones había pasado tres semanas sin tomar un solo baño. Lo cual, desde luego, era una invención mía. Pero algunos se la creían. La leyenda estaba lejos de causarme vergüenza . Sus caras de asombro eran puro espectáculo. Así logré pasar por un rebelde ante ellos. No bañarse era ir en contra del sistema, propio de seres ungidos por la divinidad. O un acercamiento a ese parte animal que pone en armonía con la naturaleza. Había que ser un valiente para decir no a costumbres arraigadas por una sociedad decadente.
La cuestión es que mis padres no habrían permitido que yo actuara así. Durante años se esforzaron en inculcarme el alto valor que tiene la higiene personal y desde pequeño me forzaron a tomar una ducha diaria. No había discusión al respecto. Era una actividad que se daba por sentado, que no se podía contradecir. Apenas intentaba obviarla, surgían sus voces de mando. Sobre todo la de mi madre. ¿Todavía no te has bañado? Ni creas que vas a salir así como estás.
En un principio lamenté vivir bajo un régimen de aires dictatoriales. A los ocho años la limpieza no parece tener mucha importancia. Lo que quieres es salir y deambular entre el lodo. El anhelo principal es correr entre el pasto hasta que no se pueda más. La pulcritud no va con la alegría. Eso es para los adultos aburridos que están preocupados por mantener una imagen ante los vecinos.
Era una época difícil. Durante el invierno no daban muchas ganas de salir de la cama en donde estaban las cobijas y desde donde podía ver la televisión. ¿Para que enjabonarse? Cómo si lo necesitara. Que lo hagan los que se revuelcan en la basura. Yo no. Hay que ahorrar agua, mamá. Tienes que empezar a valorar mi cruzada por la ecología.
Conforme crecí, la perspectiva cambió. Comprendí que la higiene era un asunto primordial por el cual había que mantener una consideración permanente. Y no solo eso, dejé de verlo como una obligación. Le agarré el gusto. Salir de casa sin antes haber tomado una ducha era impensable ya. Una falta de respeto para el resto de la población, y sobre todo conmigo mismo. No me sentía a gusto si le fallaba a la costumbre. Ya no era un niño que podía permitirse determinado número de barbaridades. Había crecido y tocaba asumir que la forma de conducirse debía ser otra.
Al día de hoy estoy más convencido que nunca de que tomar un baño puede marcar la diferencia entre ser un caballero o una piltrafa humana. Acudir a la regadera separa de la desidia. Implica no rendirse ante la pasividad y darle al propio cuerpo el lugar que merece. Mantenerlo siempre aseado, sin una sola partícula de suciedad que rompa con el encanto.
Casi siempre me baño. Es raro que no lo haga. Al año habrá un día o dos en que me abstenga de ello, como máximo. Solo caigo en situaciones extremas, como una gripe severa (y ni así lo perdono, la mayor parte de las veces). Tampoco la falta de gas puede conmigo. El agua helada es un suplicio preferible al infierno de la suciedad. Más de una vez he recurrido a ella, sobre todo cuando tengo que ver a alguien que es importante para mí, con quien no me puedo permitir un centímetro de liviandad.
Sé que las circunstancias son condicionantes en este sentido. Pero, si de mí dependiera, nadie debería salir a la calle si antes no ha tomado un buen baño. Al menos entre quienes tienen la posibilidad de hacerlo El agua despierta, elimina rastros, conduce al renacimiento. Conviene oler bien y reforzar con un ligero perfume. Prepararse como si fuéramos a recibir muchos abrazos. Aunque al final del día no llegue ni un solo abrazo.
Conozco a gente a la que no le gusta ducharse. En plena adultez lo siguen percibiendo como un suplicio al que se recurren cuando no queda de otra. Y no lo entiendo, la verdad. El baño es un ritual hedonista por excelencia. Va más allá de lo utilitario para convertirse en un rato de aislamiento en donde la relajación, contra todo pronóstico, es posible.
El agua caliente, el vapor: la ausencia de distracciones. Estar a solas sin otra cosa en la mente que dejarse llevar. El momento cumbre son esos minutos adicionales que uno se toma cuando ya se ha pasado por el shampoo, el jabón y en donde no queda nada más que hacer. Salvo disfrutar del agua que escurre por la espalda. El sonido de las gotas que caen y se van lejos por la orilla.
Se ha mencionado con anterioridad la opción de tirar hacia rumbos de ocio. En la ducha se puede cantar con una autenticidad que rara vez se encuentra en los exponentes de la música pop. Lo cierto es que el escenario en cuestión se convierte en un refugio en donde se puede explotar lo que se ve cohibido en el exterior. Ver en ello una oportunidad de escape es una manera de entender que se trata de una actividad amiga, una que aleja de la asfixiante cotidianidad.
Tomar un baño tiene las suficientes bondades como para hacerlo incluso cuando no haya ningún compromiso en el horizonte. Tener una cita importante no es el único impulso válido para consentir a los sentidos. Así que no importa si es domingo y uno se va a poner la pijama luego de pasar por el proceso de secado con toalla. Hasta para estar tirado en la habitación hay que guardar cierto decoro. Además así se disfruta más de la holgazanería. Pocos placeres se comparan al de irse a dormir con la seguridad de que la piel huele bien. Las sábanas lo agradecen y los colchones prestan un mejor servicio cuando saben que el jefe tiene consideración por su cubierta.
Hace poco me tocó ver a un vagabundo dentro de una cafetería. Un señor le había invitado una bebida, y mientras aguardaba a que se la entregaran, vi cómo vaciaba en sus manos el bote de gel antibacterial proporcionado por el local antes de aplicarlo en sus brazos, cara y cuello como si se tratara de una crema corporal. La imagen me conmovió. El hombre aprovechaba la oportunidad para limpiar su figura, así fuera con un método fuera de lo tradicional.
En las calles hay muchos individuos a los que les encantaría tomar un baño caliente. Honremos sus sueños, nosotros que tenemos la posibilidad de llevarlos a cabo. Y terminémonos la sopa también.
¿Te digo qué? A mí me choca bañarme. Es más, si los domingos puedo, lo evito. Y lo que me choca no es en sí pararme bajo la regadera. De hecho ésa es la única parte agradable.
Encuerarme me da frío, más en lo que espero que el agua se caliente; escurrir al final del baño me pone de malas y me enfría todavía más. El pelo tarda mucho en secarse, hay que echarse crema, vestirse. Es una perdedera de tiempo.
Para las mujeres debe ser más complicado por aquello del cabello largo (usar secadora ha de ser una tortura) y la aplicación de crema. Ser hombre tiene sus ventajas, es verdad, estos procesos son muchos rápidos, aunque también más necesarios. Y no te desvistas hasta que el agua esté caliente, si es que vives en un lugar muy frío. Rápidamente, eso sí, para no desperdiciarla mucho.