Dramas del quejica moderno

Quejarse está permitido. Aunque a algunos no les parezca, estás en el derecho de hacerlo. Después de todo eres un idealista que no se conforma con lo que hay. Qué feliz serías si no supieras que las cosas podrían ir mejor. Así que nada, si hay algo que puedas señalar, hazlo. A fin de cuentas eso ayuda. Habrá quienes que te digan que estás lleno de reclamos pero que no ofreces propuestas. No les hagas caso. Puedes levantar tu voz en contra de lo que se te ocurra sin tener ni pajolera idea de cómo resolverlo. Esa no es tu tarea. Que lo haga alguien más. Lo tuyo es un aporte igual de valioso sin importar lo que piensen los demás. Eres el soldado que va hasta adelante de la fila. El primer valiente en levantar el grito de guerra. Héroe que identifica la negrura en el arroz y que remueve las aguas para que el resto de la tropa sepa que existe un asunto por resolver.

Los quejicas son despreciados por la sociedad. Se les considera aguafiestas que ante una obra de arte se lamentan por el mal estado de las paredes. La negatividad está incrustada en su ADN. Para ello se valen de un ojo clínico que los hace ver lo que nadie más ve. Ahí en donde el personal ve la perfección, el quejica encuentra una mota de polvo digna de iniciar un escándalo.

Un referente inmediato es George Costanza, ídolo generacional a partir del cual parte la filosofía de la amargura. La totalidad de sus enseñanzas puede resumirse en aquel momentazo de Seinfeld en el cual intenta darle lecciones de bateo a jugadores de los Yankees de Nueva York. Ellos, renuentes ante tal despropósito, le indican que no lo necesitan: son profesionales que han ganado la Serie Mundial. A lo que George Costanza responde con una frase lapidaria: «En seis juegos».

Eso es casi el testamento sagrado. Un héroe en acción. Mientras un cualquiera se hubiera impresionado ante la gloria deportiva presumida por el otro, el quejica busca el giro para ridiculizarla. Que vale, has ganado un campeonato de renombre internacional, pero te ha tomado seis juegos y no cuatro como deberías, charlatán. Ahora aléjate de mi vista, que eres feo.

Vivir bajo esta doctrina, obliga a sus seguidores a comprender un hecho muy sencillo: el drama está instalado en cualquier sitio. Para donde mires, no hay centímetro cúbico en el planeta, en donde no haya razón para indignarse. Esto, por supuesto, implica una existencia llena de sufrimiento, en donde el panorama está en permanente conflicto con la perspectiva interior. De este modo, el amanecer deslumbrante  es para el quejica el inicio de una pesada jornada.

Es verdad, son unos exagerados. Lo cual compensan con distinción. Excepto en tiempos recientes en los que esta tribu ha mutado hasta convertir a sus miembros en unos delicados de primera que son incapaces de valorar a nada ni a nadie.

Hemos llegado a la era del quejica moderno. Aquel que ha tomado al pasado para transformarlo en una caricatura. Las arengas dictadas en la antigüedad tenían siempre un fundamento honorable; en contraparte, la actualidad ha caído en un infantilismo que no lleva a ningún lado.

Los quejicas de la vieja escuela levantábamos la voz ante verdaderos dramas. Aquellas injusticias puestas por el destino para estropear las noches y los días. Como cuando la bolsa del cereal se abría mal y con ello se arruinaba el resto del mes. Cuando menos había cierto nivel de razonamiento. Aquel  fiasco no era culpa tuya. Era culpa del plástico que no se dejaba manipular con firmeza. Lo mismo con los topes de altura excesiva (todavía en algunas calles) que provocan que los autos se raspen por la parte de abajo, sin importar la maniobra que se realice. Ese es un motivo suficiente para empuñar la espada; el sonido provocado por la fricción invita a iniciar el canto de guerra. He ahí afrentas llenas de ferocidad, no las tonterías por las que se lloran en los últimos años.

Hubo tiempos en el que los caballeros padecían verdaderas tragedias.  Lo curioso es que son aspectos que no han desaparecido, sino que se han visto superados por bufonadas sin sentido. Antes, por ejemplo, se sufría al tener que amarrar las agujetas cada que se desataban. Eso era un verdadero dolor de cabeza con el que se tenía que lidiar cada determinado tiempo. Tener que arrodillarse ante el calzado era indigno de un hombre con prestigio. Los zapatos lo sabían. Y se aprovechaban. Su lejanía respecto a nuestra mirada les llenaba de resentimiento, así que de vez en cuando se aflojaban para que tuviéramos que acordarnos de ellos, postrarnos ante su figura: la de  los protectores de los pies. Su forma de llamar la atención se convertía así en un fastidio, lo que en su momento llevó a la invención de los mocasines. Todo gracias a quienes ofrecieron resistencia. Tener que rebajarse por unos cordones desatados era para poner un grito en el cielo. Era imposible continuar así.

Por eso hay que reírse de los que se quejan por pequeñeces. La mayoría de las catástrofes domésticas han quedado atrás. Los que lloriquean cuando los orina un perro o cuando alguien les pisa los tobillos merecen el escarnio público. Eso no es nada. Quienes  caigan en semejante dinámica son niñatos que deberían madurar.

Ser puntilloso es un arte que no va con cualquiera. Hay que dominar la parte práctica y sobre todo el trasfondo. Regirse bajo una montaña de integridad. Y exigir a lo que en verdad importa. Sobre todo cuando se trata de alguien a quien estimamos. Puedes pecar de inclemente, jamás de encubridor. Ser cómplice de la medianía tarde o temprano cobra factura. Te conviertes en uno de ellos, los que tienen afectado el sentido del gusto y que dejan pasar cualquier basura sin controlar un mínimo la calidad. Lo que a menudo se menciona: encontrar el equilibrio. Saber cuáles son las batallas que han de librar y cuales no. Identificar lo que vale la pena, lo que puede sacar un mayor jugo y que no ha explotado su potencial. Ser el revolucionario que da el empujón rumbo a la perfección.

Eden and After Alaib Robbe-Grillet,

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