Refiriéndose al inicio «Like a Rolling Stone», Bruce Springsteen decía que la experiencia era «como si alguien abriera de una patada la puerta de tu mente«. La primera vez que escuché a los Ramones tuve una sensación parecida. Cuatro tipos descuidados tomaron mi más tierna infancia y le mostraron lo que significa tener actitud y fiereza.
No por nada fue una de las primeras bandas por las que sentí devoción. Repasé su discografía en unos pocos meses para descubrir que siempre sonaban igual, un detalle que en vez de echarme para atrás, consiguió un mayor magnetismo hacia ellos. Admiré el hecho de que nada les importara. Que a diferencia de otros exponentes musicales, jamás les preocupó evolucionar o sorprender a nadie. Ellos eran su propia diversión. Canciones para conquistar mujeres y hacerlas bailar.
También me enseñaron la importancia de la fugacidad. Obras que se iban en un respiro; como la sombra de alguien que pasa a tu lado, a la que no alcanzas ver la cara, pero que tiene el suficiente estilo para dejar una impresión que ya nunca se irá.
Y la sencillez. Uno de los conjuntos más influyentes de la historia tocaba sin florituras, sin nociones musicales más allá de raspar los instrumentos lo más rápido que se pudiera. En medio de las pretensiones del rock progresivo que empezaba a caer en la aburrición y en la soberbia, los Ramones llegaban para apagar el fuego con botes de cerveza.
Lo anterior quizás sea su legado más importante. Mostraron que la determinación lo podía ser todo. Que la virtuosidad y el talento pasan a un segundo plano si se les compara con el valor de plantar cara con aquello que tienes por dentro. Sea lo que sea.
Digo que es una lección porque es un punto que puede marcar. Y animarte. Sobre todo cuando eres pequeño. Porque uno crece con la noción de que el éxito está reservado para unos cuantos iluminados. Seres que nacieron con atributos especiales con los que nadie normal puede competir. La mayor parte de los representantes del pop que estuvieron antes de ellos eran perfectos, inalcanzables. Hábiles y fuertes. Hendrix y Jimmy Page estaban a años luz de tus manos. No podías aspirar a las grandes ligas porque eso pertenecía a otra dimensión.
La carga no era un agobio exclusivo de lo musical. Era una cuestión que invadía cualquier otro orden del panorama. No importa si quieres ser pintor, escritor o cineasta. Todo puede parecer inaccesible si te quedas con el ejemplo del canon. Todo parece tan complicado que abruma. Te hace pensar que jamás podrás llegar a deslumbrar en el escenario. Un escenario que puede ser un libro, una licenciatura, un cortometraje… lo que sea.
Pienso que los Ramones mostraron que es posible, siempre y cuando seas tú mismo y tengas algo que ofrecer desde el corazón. Por eso estoy en deuda y se los agradezco cada que los escucho. En mi caso, jamás hice esfuerzos mayores por dedicarme a la música. Pero fueron una inspiración para que empezara escribir. Gracias a ellos me di cuenta que no tenía que ser Oscar Wilde para hacerlo. Que no tenía que ser un experto en redacción. Bastaba con sentarse a anotar, sin preocuparse mucho por el resultado o por lo que alguien pudiera decir. Esa era la esencia del punk. Hacerlo por uno mismo antes que por los demás.
Durante un tiempo exploré a otras bandas similares, aunque ya jamás con el mismo impacto. Me gustaron The Clash, los Sex Pistols, The Damned, Buzzcocks, Dead Kennedys y los UK Subs, entre otros. A la corriente más radical y violenta del género no la seguí. Tampoco a la política. No me gustaba. Prefería la vertiente que no tenía otro compromiso que el de la emoción misma. Ahí estaba la clave, en no atender responsabilidades y dejarlo todo a lo más fundamental.
Quiero vivir. Quiero tener algo que hacer. Quiero estar sedado. Quiero inhalar pegamento. Quiero vomitar. Quiero estar bien. Quiero ser tu novio. Quiero ser un buen muchacho.
Y no quiero crecer. No quiero caminar contigo. No quiero bajar. No quiero que te acerques. No me importa. No te vayas.
Eso eran los Ramones. Lo honesto. Tirar de lo elemental. Decir lo que tienes que decir y repetirlo hasta quedar afónico. Que en ello se te vaya el alma. Ráfagas de dos minutos para no quedar en deuda con tus deseos.
En la parte estética no me acerqué al punk. Siempre he sido más bien discreto en vestimenta. A lo más que llegué en su momento fue a usar la clásica combinación de pantalones de mezclilla, playera negra con el logo ramonero y calzar unos vans de Johnny hasta que no dieron más de sí. Fue durante un corto periodo de tiempo. Luego me alejé, bastante. Su marca en mí fue mucho más íntima, no representada en lo externo: quizás imperceptible para cualquiera. Y por tanto, mucho más indeleble que un corte de cabello, un tatuaje o una chamarra de piel.
Los Ramones me enseñaron a ver la vida de forma más relajada. Con ellos vi que las prioridades están en los placeres simples. Salir, beber, conocer a alguien. Cosas que pueden ser mejores que conseguir un empleo.
Lamento mucho que en los años recientes los grupos musicales hayan perdido de vista lecciones como esas. Pareciera que la norma actual es tomarse todo demasiado en serio hasta el nivel del ridículo. Cantantes con cara de falsa aflicción que terminando el concierto se van a una mansión en donde las espera una supermodelo. Letras sobre destellos espaciales que cimbran solsticios de verano.
Una aberración. ¿Es que acaso no se acuerdan de la vieja radio de rock and roll?
El 11 de julio de 2014 murió Tommy, el último de los Ramones originales. La noticia no me pegó tan fuerte, si soy sincero. La tomé con cierto dejo de tristeza, mas sentí que junto a sus otros tres compañeros había dejado la misión cumplida. Lo cual no está nada mal para un paso sobre este planeta. Los cuatro dejaron un enorme grano de arena que se quedará entre nosotros, cada que queramos ser jóvenes de nuevo e inyectar ánimo por los oídos.
Los Ramones no son los que envejecieron. Son los de Rocket to Russia. Los de Road to Ruin. Los del invencible álbum debut, esa gran declaración de principios.
Los Ramones son muy duros como para morir.