Puedo recordar todos los goles con los que México ha quedado eliminado en los últimos mundiales. Tengo claro en la mente cómo los viví. Incluso lo sucedido en Estados Unidos 94, el primer torneo que experimenté con cierto grado de conciencia. La imagen de Letchkov tirando el último penal a favor de Bulgaria pasa ante mí en cámara lenta. Aquella vez estaba en Acapulco junto a mi familia. Tenía menos de seis años.
También recuerdo el cabezazo de Bierhoff que minó todas nuestras aspiraciones en Francia 98, luego de que las expectativas llegaron a lo más alto con un gol de Luis Hernández que parecía romper con cualquier maldición. Eso ocurrió en los últimos minutos de juego, para darle una mayor carga al dolor.
Lo de Corea/Japón 2002 fue una gran frustración. El rival era Estados Unidos. Muchos creíamos que era un rival asequible, sobre todo si lo comparábamos con potencias anteriormente enfrentadas. Al fin el destino ofrecía un encuentro contra una escuadra que conocíamos. Ni siquiera teníamos que apelar a la hazaña. Un resultado a favor era lógico. Pero al final resultó que no. Errores y una parálisis general se adueño de los jugadores, condimentado con un par de puñaladas de Donovan y McBride que dejaron el ánimo por los suelos. No exagero si digo que aquel partido me dejó trastocado para siempre.
En Alemania 2006 y Sudáfrica 2010 la caída fue contra Argentina. La primera de ellas fue más dolorosa, porque hubo tiempos extras y la gloría parecía estar ahí, no muy lejos del camino. Aun así, creo que se concede estima excesiva a la actuación de aquella selección de La Volpe. La primera fase la pasamos con pobreza: una victoria contra Irán, un empate contra Angola y una derrota contra una alineación alterna de Portugal. Contra Argentina se jugó bien, pero el gol tricolor cayó a balón parado gracias a un defensa. Fuera de eso no se volvió a agobiar a la portería contraria. Un detalle comprensible si se toma en cuenta que las figuras de aquella delantera eran Fonseca, Omar Bravo y un Borgetti en etapa crepuscular. Así que cuando llegó el golazo de Maxi Rodríguez, quedaron nulas esperanzas de una remontada. Se trató de un golpe de otra galaxia, con un balón que siguió una trayectoria para demoler el corazón.
En 2010 la victoria albicelete fue de mayor contundencia. Tanto así que no dolió tanto. O sea, sí, mucho. Pero como nunca estuvimos cerca de conseguir el pase, al menos no se formaron quimeras que luego pudieran estallar en el interior.
Lo que me queda claro de todo ese historial de fiascos es que hay elementos que se repiten. La impotencia, las equivocaciones, las injusticias. Siempre aparecen factores que se nos escapan y que hacen de la derrota un trauma absoluto. Cuestión de perspectiva: ante la caída surgen las especulaciones. Qué hubiera pasado si Lara hubiera hecho bien la marca contra los alemanes. Por qué Aguirre hizo tan mal los cambios. Tal vez si Osorio no se hubiera entregado a Higuaín o si La Volpe hubiera convocado a Cuauhtémoc. Y los árbitros. Por qué no marcaron eso como penal, por qué no detuvo la jugada antes, por qué pitaron esa falta en nuestra contra. Carajo.
Es el mero desquite. Como es difícil asimilar las carencias, toca desahogarlas de alguna forma. Se busca repartir las culpas. Aunque no haya ni siquiera una base coherente para lograrlo.
Todo eso es pura tortura que no sirve de nada. De esas que se adueñan de ti durante años. Lo sé porque lo he padecido.
Con eso en mente, intenté abordar mi sexta copa del mundo (Brasil 2014) con una mayor madurez. Lo conseguí mientras los buenos resultados llegaron. La victoria apretada contra Camerún hizo de lado cualquier reproche. Incluso los dos goles que se anularon injustamente se ven lejanos ahora, sin apenas dolor; más aún: se vieron como un impulso para el orgullo. Nos habíamos sobrepuesto a la adversidad.
Parecido a lo vivido ante Brasil y Croacia. Hubieron detalles que se pusieron en contra. Externos e internos. Pero te olvidabas de ellos porque al final el objetivo se conseguía. Estábamos de nuevo al borde de la gloria, de romper esa muralla que nos ha limitado y atormentado durante décadas. Ese monstruo que desde niño ha estado ahí para amargar la existencia. El escudo a vencer era Holanda, o los Países Bajos, para los puristas.
Y resultó que no. Que otra vez quedamos fuera. Una derrota a la mexicana: con dramatismo, grandilocuencia y crueldad. El guión de la historia parecía escrito por un adepto al sadismo, alguien especializado en mover las piezas de tal forma que provocaran el desenlace más devastador posible. Al igual que en el 98, un gol a favor hizo sentir que la victoria era cuestión de tiempo. Pero un golpe del rival nos regresaba al suelo, y uno más nos enterraba a seis metros bajo tierra.
El calvario.
Lo peor fue la sensación de repetición. Alguien nos decía: por más que lo intentes jamás va a suceder. Estás condenado. No importa que hayas esperado por cuatro largos años para redimir todas las penas. Eso da igual. Regresa al lugar que te corresponde. La fiesta es para los mayores, muy lejos de ti.
Tuve la impresión de que la selección mexicana, y todos sus aficionados, estábamos hundidos en uno de los episodios más truculentos de La Dimensión Desconocida. La miel entraba en nuestras bocas solo para que segundos después fuéramos atacados por los aguijones de millones de avispas.
Llegaron de nuevo los hubiera. Quizás si nos hubiéramos enfrentado a Chile estaríamos en cuartos de final. Si hubiéramos ganado a Holanda, casi casi estaríamos instalados en semis, porque a Costa Rica y Grecia seguro que los vencíamos. De no haber salido, Gio hubiera anotado otro gol. Si Márquez hubiera retrasado la pierna, el penal estaría fuera de realidad. Y si alguien hubiera despejado o controlado el balón, no existiría el tiro de esquina que derivó en el fatídico gol de Sneijder.
Qué más da. Perdimos. Otra vez.
Algunos ingenuos buscan consuelo en los tópicos de siempre. Les jugamos de tú a tú, caímos con la frente en alto, hay que estar orgullosos ya será la próxima vez. Lo mismo que se dice en cada uno de los ciclos. Siempre para terminar por fracasar otra vez.
Lo cierto es que el futbol es horrible. Lo tengo claro. Es un deporte que me ha ofrecido más decepciones que alegrías. El balance en contra es brutal. Sin embargo, continúo en el barco. Porque lo del futbol, más que una afición, es una condena. Imposible huir. Le ofreces años de tu vida en espera de una satisfacción que no llegará jamás. Eso sí, te ofrece emociones y le da cauce a sentimientos que de otra manera no tendrían escapatoria. En todo caso hay dolor. Siempre. Eso hay que tenerlo claro antes de considerar entrar a la secta. Al menos si quieres hacerlo de forma seria, y no aparecer solo en los mundiales.
Las ilusiones son mujeres solitarias que rara vez encuentran correspondencia en el amor. Nosotros lo sabemos y las instigamos a continuar con el coqueteo. A ir a los bares, a sacar un boleto de la caja. Que nos sepan perdonar. Pero es que se ven tan bellas así…
Che, tenes que escribir mas sobre fútbol Big..
Gracias, Gust. Veré si lo hago, hay mucho drama disponible ahí. Un saludo.