Una crónica de nombre derrota

Desde siempre he desconfiado de los talleres literarios. Sacrifico lo que podría obtener de ellos por mantener lo que me podrían quitar. Pero un día veo que Eusebio Ruvalcaba dará un taller de narrativa en mi ciudad y cambio de inmediato de perspectiva. Es lo que tienen los seres admirados y las mujeres, hacen que des vuelta al timón y tomes la ruta que al principio no querías. Tan solo por ir a su lado.

El taller dura cuatro días en sesiones de cuatro horas cada una. Ante tal perspectiva, me sorprendo al sentir lo que parece ser entusiasmo. Después de meses de sequía, el interior manifiesta que todavía hay espacio para las llamas.  La emoción ha dejado el periodo de hibernación.

Eusebio Ruvalcaba fue uno de los primeros escritores que tuve a bien leer. Como pasa con los autores de iniciación, dejó huella en lo que soy como persona. Si bien no he logrado leer toda su obra (tiene decenas de libros, muchos de ellos descatalogados), sí es uno de los que llevo incorporado en la mente y uno de esos a los que recurro cuando el temblor de las manos pasea por la biblioteca.

***

Antes de asistir a la primera sesión, decido tomar precauciones. Intento borrar cualquier atisbo de ilusión. Luego de una larga experiencia en el terreno de las decepciones, he aprendido que lo mejor es bajar las expectativas. El optimismo es un trampolín que provoca aterrizajes dolorosos. Me preparo para lo peor: los compañeros serán horripilantes, le caeré mal al maestro y las actividades se cancelarán al segundo día por una huelga municipal.

Fallo. El grupo de alumnos resulta ser amigable. Bien ajustado. Con personas de experiencia literaria y otros que jamás han tomado un libro. Hay jóvenes y viejos. Yo, por fortuna, estoy por en medio. Siempre será una presión añadida estar en uno de los extremos.

Asisto a la primera de las clases con un puñado de cuentos propios en una carpeta. Según sé, esa es la base para los talleres de narrativa. Pero algunos no lo saben. Resulta que soy uno de los pocos que llevan material. Me preocupo, eso me obligará a leer enfrente de los demás.

El lugar en donde se llevan a cabo las clases es en la biblioteca de un museo. Una mesa alargada con veinte sillas forma el centro del espectáculo. La primera vez que llego encuentro a tres señoras y una pareja de jóvenes. Me presento a ellos y de inmediato regresamos a nuestros pensamientos. Rompo el hielo con un comentario sobre los vasos de agua. Un tema de alto ingenio si se le compara con el del clima.

El resto de los compañeros se incorpora con el paso de los minutos. Veo a hombres de rostro curtido y a jóvenes con inocencia en los ojos. También hay chicas de mi edad que lucen más jóvenes y felices que yo. Con solo echarles un vistazo sé que podría conversar con varios de ellos durante tres o cuatro minutos. Una eternidad cuando se trata de mí.

Eusebio llega a la biblioteca. Escucho su voz llegar a la espalda. Sin desear buenas tardes a nadie, veo que procede a tomar un cono de agua de un garrafón ubicado en las cercanías. Y luego se sienta en la mesa. La directora del museo, con unas piernas kilométricas, se encarga de inaugurar formalmente el taller. Nos presenta con el maestro, quien al fin nos saluda mientras le da de caricias a su barba.

Vienen las palabras de introducción. El taller tratará de esto. Intentaremos abarcar lo de allá. La dinámica es la siguiente. La cadencia de las palabras lleva consigo una promesa.

Pero noto un detalle que me agobia de inmediato. Eusebio no me ha volteado a ver. Estoy cerca de él, y aun así, cuando habla, se parece dirigir a todos excepto a mí. Con sus ojos recorre los rostros de los presentes, menos cuando llega a donde estoy yo. Cuando está a punto de hacerlo, pasa de largo hacia la siguiente persona.

La profecía se cumple. Parece que le caigo mal a Eusebio. Me odia. Debe ser por el color de mi camisa. Quizás el azul le traiga malos recuerdos. En cualquier momento me pedirá que abandone el recinto. Partiré de ahí con un trauma nuevo para la colección.

Luego de hacer un sondeo, resulta que solo tres personas traemos relatos propios para leer. Otras tantas mencionan que pueden imprimir uno a la papelería más cercana. En un impulso menciono que llevo varias copias del mío. Eusebio me mira por fin. Me pide que las reparta y que le dé un juego a él.

Lamento tener que ser el primero en leer. La responsabilidad es mayor. No hay ninguna referencia del nivel de los compañeros. Es probable que todos ellos sean unos genios de la escritura. En cualquier instante lanzarán una avalancha de comentarios en contra mía. En especial el maestro, que con un par de frases será capaz de derrumbar las aspiraciones que tardaron años en conformarse.

Trastabilleo un par de veces al leer. Considero que es un despropósito tener que hacerlo en voz alta. Prefiero que las letras queden amarradas al pecho sin salir por la garganta. Valoro cuando la danza de palabras forma una fiesta íntima que desde afuera es imposible de adivinar.

Cuando finalizo la lectura llega el silencio. No un silencio breve, sino uno de cuatro o cinco minutos. Me quedo con los ojos fijos sobre la mesa a espera de que alguien diga algo, pero nadie dice nada. La tensión avanza de tal forma que ansío la llegada de los insultos, cualquiera cosa que rompa con aquel muro.

No hay siquiera un estornudo, un carraspeo o el sonido de un pie que choque contra la mesa. Nada. Cero. Siento que todos me miran. He llegado al purgatorio. Pasaré los próximos siglos en la misma situación. Será mejor ponerse cómodo.

Eusebio dice algo por fin. ¿Alguien quiere hacer un comentario? Dos personas levantan la mano y opinan de mi cuento. Luego otros más se unen a la ola de perspectivas. Escucho ideas interesantes para tomar en cuenta y otras que es preferible esquivar. En cualquier caso reconozco la gentileza que ronda el ambiente. Hay felicitaciones, una buena recepción entre la multitud.

Y resulta que a Eusebio también le gusta mi cuento. Empieza a soltar palabras amables que borran por completo el semblante de los minutos anteriores. La neblina se ha ido. A partir de ese momento estamos en un terreno de calidez. Aun así hace algunos señalamientos de los que tomo nota. El maestro es generoso, se porta gentil. Incluso sugiere que me haga el propósito de realizar un libro. Yo sonrío abrumado.

***

El miércoles, una vez finalizado el segundo día del taller, Eusebio presenta su último libro —El arte de mentir— en la ciudad. Lo hace en el lugar apropiado: en el bar del Hotel Progreso, un lugar que, pese a su nombre, no ha avanzado al menos en los últimos veinte años.

El lugar se llena. Una de las secciones está dominada por unos jovencitos que beben sin tener idea de que ahí se desarrolla un evento literario. Ellos gritan, ríen e interrumpen las participaciones de quienes introducen el nuevo trabajo de Eusebio desde una mesa alargada. Alguno de los asistentes les piden que se callen, les hacen sonidos para que dejen de arruinar la experiencia.

Entonces llega el turno de que Eusebio tome el micrófono. Lo primero que hace en su intervención es defender a los jovencitos que arman alboroto. «Déjenlos en paz», dice, «nosotros somos los invasores aquí». Pide que procedan con su fiesta. A continuación llama al mesero y le da instrucciones para que, cargado a su cuenta, le dé una ronda de cervezas a todos aquellos espíritus.  Pero los jóvenes se van.

Queda el monopolio de las letras, las palabras sobre las decepciones. El maestro habla de las rupturas amorosas.  Sugiere que los hombres suelen padecer más. Mientras las mujeres se abstienen, el hombre queda anclado a los recuerdos, a esa ilusión que permanece. La gente aplaude. Veo a una joven bonita en compañía de un contorno de huesos. Lamento que no esté abandonada en un rincón al borde del llanto.

Todos bebemos. Yo estoy sentado detrás de una columna que me impide ver con claridad el espacio. Platico con una de las compañeras del taller. Hablamos sobre la universidad, sobre los viajes de intercambio y sobre la fiereza de la soledad. Simpática. Alguien le llama por teléfono, vuelvo a lo mío: el ensimismamiento.

La presentación termina. Eusebio empieza a firmar libros del público. Se me acerca Ernesto, uno de los talleristas que a la par realiza un doctorado en letras. Me presenta a un poeta. Ha ganado un premio de Aguascalientes, me dice. Nos damos la mano y empezamos a hablar sobre restaurantes hidrocálidos. No consigo memorizar su nombre. Lo único que recuerdo es que llevaba lentes y una botella de vino tinto con la que nutría una copa infinita.

Eusebio me autografía un libro de poemas. Intercambio con él una reflexión sobre los Altos de Jalisco, que compartimos como origen. Eusebio me dice que no me pierda, que quiere estar en contacto conmigo. Lo siguiente que sé es que soy invitado a seguir con la comitiva. La celebración seguirá por otro lugar.

No conozco a nadie, salvo al autor principal. Sin embargo soy recibido con generosidad por la pandilla que lo rodea. Ven con nosotros, dicen. Vamos a un local de por ahí cerca pero no hay lugar para nosotros. Somos quince personas para los que faltan las sillas.

Inicia pues un peregrinaje por el Centro en busca de una cueva en donde reciban a un puñado de borrachos. Casi todos se niegan. Las puertas cerradas se suceden hasta que llegamos a un lugar en donde las paredes azules están cubiertas de fotografías viejas. No tengo idea de dónde estoy ni me interesa saberlo.

No sentamos en una mesa alargada. Termino en uno de los extremos, lejos de Eusebio. A la izquierda tengo a un señor llamado Alfonso, uno de esos hombres de honor de los que ya no abundan. Me platica su vida, con la cual me confundo hasta que empieza a hablar sobre los trabajos que ha padecido. Me dice que en uno de ellos parte de su cuerpo se quemó. Luego de arremangarse la camisa me muestra sus bíceps. Veo las marcas sobre su piel.

A la derecha está un hombre que lleva de blazer naranja. Lleva anteojos también. El tipo empieza a contar historias sin gracia de las que algunos ríen. Yo prefiero abandonar la zona y dirigirme a otros asientos, más cerca de donde está el maestro. Me disculpo con Alfonso, que al poco rato sigue mis pasos. Decido ir a sentarme a un lado de Oswaldo, un artista visual que tiene una tonelada de anécdotas encima. Luego de un par de conversaciones, hace un retrato de mí sobre una servilleta. Usa un bote de tinta china para ello.

Las presentaciones continúan. Ernesto me introduce a Alexandro que saca un pequeño libro de su bolsillo y me lo regala. Platico un rato con él, pero no pierdo de vista a Eusebio, quien mira al mantel sin importar las cosas que le digan los demás. Está en lo suyo, dentro de sí. Yo no detengo el flujo de cerveza mientras el resto se deja llevar por el vodka. Después de unos minutos, aprovecho algunas retiradas para sentarme al lado de Eusebio. Yo sé que odia hablar sobre literatura, así que le hago preguntas sobre música y mujeres. Él responde entusiasta y me pide mi correo electrónico. Quiero mantenerme en contacto contigo, me dice. Apunta mi dirección también. No ceses en el intento.

La mesera del lugar es encantadora. Le doy una propina, pero luego Eusebio le da tanta otra. También le pregunta por su estado civil. Ella responde que vive con un hombre. La respuesta generalizada es mirar hacia el suelo.

El hombre de blazer naranja sigue con su show particular. Gritar, patalear y lanzar carcajadas que rompen con la armonía de la noche. Eusebio se une a la desaprobación. Comprendemos que nadie lo ha tragado. Parece sacado de la estridencia de un programa de chismes. Que alguien lo calle, pensamos, es un tipo infumable.

Son las tres de la mañana. Estoy rodeado de desconocidos que al parecer tienen relevancia en la escena artística de la ciudad. Me han presentado a más hombres. Todos ellos me pasan correos electrónicos y dicen que los busque. Yo asiento con la certeza de que no los volveré a ver.

Dejamos el lugar. Es tarde y ya nada más quedamos Alfonso, Oswaldo, Eusebio y yo. Es hora de regresar a las guaridas. Caminanos hacia el auto de Alfonso que nos llevará hacia tierras neutras, pero a medio camino Eusebio me pide que cuide su carpeta y una bolsa de plástico. Tengo que orinar, me dice, y lo hace en medio de la calle.

A partir de la escena surgen comentarios en torno a la musicalidad de la orina. Relaja como el sonido de una fuente, digo, y ellos ríen.

Un auto se acerca a nosotros. Es Xalbador, un buen escritor, y otros compañeros. Preguntan si queremos ir por unos tacos. El único que acepta es Eusebio, que se va con ellos. Antes de hacerlo, nos invita a desayunar a la mañana siguiente. Las cita es a la nueve. Oswaldo y yo nos vamos con Alfonso que nos acerca a nuestras casas.

***

Aunque estoy cansado, tomo la palabra del desayuno. Duermo tres horas y me ducho antes de dirigirme al hotel en donde se encuentra el maestro. Llego ahí donde ya esperan Oswaldo y Alfonso. Se ven desvelados, pero sonrientes. Mencionan que están sorprendidos y contentos de verme. Eusebio baja hasta las nueve y media. Lleva los pantalones de mezclilla manchados de tinta.

El plan es ir a un lugar en donde venden comida jalisciense. Con el auto de Alfonso llegamos en quince minutos. Ya en el lugar, todos piden birria, excepto yo, que pido huevos a la mexicana. Soy observado como un alienígena. Soy el tipo que no se une al ritual culinario del carnero. Qué delicado. El café, por cierto, es mejor de lo que parece. Lo positivo es que ayuda a despertar. Eusebio paga la cuenta a medio banquete para que nadie se le pueda anticipar.

Cerca del restaurante se encuentra el Centro de las Artes, una antigua prisión. Eusebio quiere conocer el lugar. Alfonso nos lleva y luego se va. De todos los que partimos la noche anterior solo quedamos Eusebio, Oswaldo y yo, que empiezo a cobrar las características de una lapa.

Oswaldo nos guía por el lugar. Como es temprano y entresemana, los espacios se encuentran libres de gente, salvo algunos estudiantes de secundaria y los empleados. La realidad es que después de explorar un par de secciones estamos agotados. Han sido noches duras. Eusebio y yo acabamos sentados en un rincón mientras Oswaldo intenta gestionar un permiso.

Eusebio pregunta por mi edad. Tengo 25 años, le digo. A los 25 años fue cuando yo me decidí a escribir, me responde. Luego suena su celular. Una voz le dicta un número telefónico que él procede a anotar con una pluma sobre su antebrazo. Es el número de una mujer que perdí ayer, me dice.

***

En la penúltima sesión, la del jueves, soy abordado por alguno de los compañeros del taller. Valoran las opiniones que he dado sobre sus textos. Ahí me entero que algunas de mis más severas críticas han ido hacia escritores que tienen doctorado en Letras. Mantengo lo dicho, aunque al mismo tiempo reconozco su oficio y que se desarrollan con personalidad.

El segundo cuento que leo recibe algunos comentarios positivos. Una mujer dice que le ha fascinado, que es lo mejor que ha leído de mí, un logro no mayor si tomamos en cuenta que es la segunda muestra que he puesto en su camino. Una mano me pasa un papel que dice «me gusta cómo escribes», jamás descubro de quién venía Y otra muchacha pone un comentario amabilísimo sobre mi texto e indica que ojalá podamos vernos en algún otro taller. Eso, sumado a la aprobación de Eusebio, me provocan una sonrisa interior.

La última de las clases transcurre un viernes. Iniciamos en la biblioteca, pero durante el receso alguien sugiere que compremos una botella para celebrar con el maestro. Con la cooperación de dinero se junta para dos botellas de vodka y algunas botanas adicionales. Llevamos acabo el último tramo de la sesión dentro de la cafetería del museo.

Llevo un último cuento. Decido no mencionarlo. Prefiero librar la ansiedad por un día y limitarme a disfrutar de lo que han llevado los compañeros. Al calor de la bebida las opiniones son más apasionadas que nunca. Todo fluye: los consejos, las dudas, las risas. Sin embargo, sin importar lo que digamos, la palabra final siempre la tiene Eusebio, con una precisión y sabiduría tal que resume lo que hemos dicho y agrega lo que nunca podríamos decir.

Entre mis pertenencias llevo el libro de un cuentista americano. Lo había metido en mi mochila la noche anterior con intención de prestárselo a una de las compañeras. Pero ella nunca se acerca a mí, por lo que decido dejarlo escondido. Ya no tengo el espíritu suficiente como para hacer aproximaciones, propiciar una plática o ser agradable para alguien. Estoy condenado y uno de los pocos escapes que encuentro es a través de la lectura.

Eusebio da por clausurado el taller que termina, como tenía que ser, con todos dando tragos a unos vasos de plástico. Se procede a la entrega de las constancias y un reconocimiento para el maestro por haberse tomado la molestia de venir a enseñarnos. Uno a uno nos despedimos de él. Su rostro es ya iluminado, rojizo, apoyado en una sonrisa que sobrevive a la espesura de su barba. Recibimos un abrazo y todo. Consigo que me firme otros dos libros y unos últimos comentarios que logran conmoverme por dentro. Al respeto y a la admiración que tengo por Eusebio se une el agradecimiento y el cariño. Un cariño de baja temperatura, que tampoco se trata de vincularlo a ninguna cursilería.

Eusebio se va, le mando un último saludo a lo lejos. Desaparece de mi vista y yo regreso por un poco de agua.

eusebio c

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2 pensamientos en “Una crónica de nombre derrota

  1. ¡Qué divertida crónica! Fue muy interesante leer la semana pasada desde otro punto de vista, pero lo que más me gustó fue cómo describes la borrachera y el almuerzo ¿qué clase de sujeto eres, cómo desayunas huevo en una birrieria? saludos Carlos, nos seguimos leyendo, te dejo la liga a mi reinaugurado blog: http://puntosquebrillan.blogspot.mx/

    • Lo peor es que a mí casi ni me gusta comer huevo. Pero la birria tampoco es lo mío, qué le vamos a hacer. Le echaré un vistazo a tu blog, Maye.Me dio gusto conocerte.

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