Una luz que se apaga

Gracias a una intensa lluvia, el otro día la casa se quedó sin luz por varias horas. La reacción inicial fue de serenidad. El servicio se restablecerá pronto, pensé, no hay nada que temer.

Esa tranquilidad se rompió a los pocos segundos. Recordé que sin luz no tendría internet. De poco servía la batería de la computadora. Sin una conexión para navegar el aparato en cuestión se transforma en un enorme pisapapeles.

Presa del pánico, bajé a la cocina para hacer lo que se hace cuando no hay nada que hacer: abrir el refrigerador para proceder a cerrarlo sin haber tomado nada. De paso me preocupé por  todos esos alimentos en riesgo de echarse a perder si la situación seguía igual.

Y así fue. En total estuve cerca de 15 horas sin luz. Se fue a las siete de la tarde y no regresó sino hasta el día siguiente por la mañana, tiempo suficiente para comprender la fragilidad de la existencia cuando no hay una lámpara que la ilumine.

Lo correspondiente, dicta la norma, es esperar. Seguro que algún vecino reportará el desperfecto, piensan todos los que habitan la cuadra. Y pasan los minutos sin que ninguno lo haga. Entonces obscurece, con esa apertura del cantar de los grillos a manera de tropa.

Entra la desesperación. Ahora cómo voy a leer El hombre sin atributos, cómo voy a completar el diseño de la armadura mecánica. Ni siquiera podré dibujar el mapa mitológico del día.

La lluvia se va después de haber dejado el desastre. Así, sin más, se burla de los seres humanos. La lluvia es una de esas señoras que chocan tu auto y se dan a la fuga, sin dejar un papelito con su número de contacto aunque sea.

Ni hablar. En medio de la obscuridad toca apelar a las velas. Sí, de las que solo te acuerdas en los cumpleaños y cuando el fusible se ha jubilado. Pero las velas, tan caprichosas como son, deciden esconderse cada que las necesitas. No importa lo precavido que seas. Por mucho que haces meses hayas guardado las velas en un cajón especial, el día en que se ofrezcan ya no estarán. Tendrás que hacer lo mismo de siempre. Salir a comprar un paquete (porque en la tienda cercana no las venden sueltas) para poder enfrentar la noche.

En mi caso, a falta de una mejor opción, esta vez tuve que recurrir a veladoras. Ahí me tienen, iluminado con una de las típicas veladoras en vaso de cristal con grabado de la Santa Virgen. Qué mejor así, con una cálida compañía que de paso ahuyente a los malos espíritus que asedian en la madrugada.

Lo cierto es que  ante tal panorama las actividades se limitan un montón. Repito: hay poco que hacer dentro de casa cuando no hay luz. Tanto es así que uno se ve obligado a realizar cosas que de otro modo no estarías dispuesto a hacer. Platicar con la familia, por ejemplo.

—¿Cómo ha ido todo, Javier?
—Bien, ¿y tú?
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Bien, ¿y tú?
—Bien.

Por otro lado está la opción de los libros. La luz de un par de velas pueden permitir consumir un par de capítulos con un daño a los ojos que no sobrepase el 40%. Total, ya luego te pondrás lentes. Hay unos muy lindos que siempre quisiste desde que supiste de ellos en un anuncio televisivo.

Fuera de eso, poco. Quisieras escuchar la radio, pero sin pilas de reserva no hay manera. Tampoco puedes cocinar, ya que para preparar tu especialidad —palomitas de maíz— requieres de un horno de microondas. Vamos, ni siquiera queda la alternativa de acercar la lengua a la ventilador de techo, que bien te iría para combatir el estrés. Todo eso necesita de energía. Y la tuya está por agotarse.

Es verdad, uno puede dormir y olvidarse de todo. Tirarse a la cama durante horas en lo vuelve a la normalidad. Eso haría yo si pudiera, y quienes estén en condiciones deberían hacerlo. El problema es que, de un tiempo para acá, yo necesito de música para conciliar el sueño. De otro modo no puedo, pensamientos horribles inhundan mi mente impidiendo así cualquier relajación. Centrarse en la voz interna no siempre es aconsejable, por el contrario. Puede resultar un remolino que torture sin dejar en paz.

Fue así que tuve que pasar gran parte de la madrugada sin pegar ojo. Me vi obligado incluso a recurrir a un viejo celular para jugar un rato con la pila de reserva, la cual no duró mucho. Necesitaba mantener la cabeza ocupada. Como ya no quería leer, el aburrimiento ganó terreno. Ahí estaba yo, encerrado por la espesura de la obscuridad, cortesía de una veladora sin mucha resistencia. Era un prisionero del universo.

Contar ovejas para conciliar el sueño no era opción. Como defensor de los animales no las iba a explotar de esa forma. Menos en un periodo fuera del horario de oficina. Tenía que apañármelas yo mismo, así que me puse a pensar, una actividad ya en desuso de la que hay registro en algunos libros de historia.

Pensé en el mar. Recordé la primera vez que visité la playa. Yo era muy chico. Estuve una semana ahí con mi familia, y cuando nos íbamos ya, mi madre me dijo: «Despídete del mar». Y así lo hice: «Adiós, querido mar. Ojalá nos veamos pronto».

Desde ese día empecé a conversar con los objetos y con la naturaleza. No a través de la voz, sino con la mente. Telepatía, sí. Casi nunca obtengo respuesta, pero estoy bien así. Los seres humanos somos demasiado parlanchines.  Prefiero a los limones o los árboles que están dispuestos a escuchar sin interrupciones. Uno de mis mejores amigos es un pino que tenemos plantado en el jardín. Se llama Roberto.

No recuerdo cómo fue que al fin empecé a dormir. Una de las últimas cosas que hice fue desearle buenas noches a las lociones, libros y otros habitantes del cuarto. Buenas noches, taza de té. Que descanse, recibo de la luz. Fue un placer conocerlo, estuche de lentes. Sueña con los angelitos, Charlie Brown.

Un rato después de que desperté, la luz regresó. Fue una pequeña alegría.

 

cuentos poe

 

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