Sobre un vidrio mojado

 Estoy a punto de dormir cuando el timbre de la casa empieza a sonar. Lamento que alguien interrumpa lo que parecía ser un sueño próximo. También me preocupo. Casi nadie viene a tocar la puerta, menos por la madrugada. Además, como estoy solo, tengo que lidiar yo mismo con el problema. Dejas de ser un niño y ya no hay nadie que se encargue de hacer todo por ti. Tienes que hacer frente a las dificultades sin tener experiencia alguna. Has llegado al punto de no retorno. La vida se revela como lo que es: un campo repleto de trampas.

Todas las luces están apagadas, así que decido esperar. Quienquiera que esté allá afuera se irá si no encuentra respuesta. Tampoco sería raro que alguien hubiera tocado el timbre por accidente. Quizás haya sido un borracho. Eso es. Un borracho se ha tambaleado y no ha tenido otra alternativa que apoyarse contra el botón. Lo mejor es tranquilizarse. No es necesario abandonar la cama. Todo pasará  y volveré a hundir la cabeza sobre la almohada. Confío en que así sea. Pero entonces el timbre vuelve a sonar. Dos, tres. Cinco veces más.

Tengo que ir a revisar. Qué otra cosa podría hacer. Llamar a la policía sería ridículo. Oficial, son las tres de la mañana. Alguien toca la puerta de mi casa, ¿podría venir a abrir por mí?

Salgo de la habitación con rumbo al piso de abajo. Ahí se encuentra la sala desde donde se puede ver el exterior. Al llegar, noto que ha empezado a llover.

 Se supone que tendría que dormir para despertar fresco cuando llegue el amanecer. Lo que tengo, en cambio, es una expedición apoyada en un suelo frío que no ofrece respuestas. El timbre no para. La escena me da la razón. Siempre supe que era un error mudarse a este lugar. Pero las circunstancias te reducen las posibilidades. Tienes que aguantar lo que hay, mientras te torturas al pensar lo que podría ser.

Sigo sin prender ninguna luz. Hay que ir con cuidado. Alguien espera afuera y no quisiera ser descubierto todavía. Aun así, siento un alivio al mirar a través de la cortina que da al jardín delantero. Veo por fin a la persona que ha estado tocando. Es una anciana. Una anciana con un rebozo negro.

Y ahí está, a unos pocos metros, frente a la entrada de la casa. El montón de ropa que la cubre no alcanza a disimular la joroba que se le ha formado con el paso de los años, a la cual hace contrapeso con un bastón. En todo caso, no podría decirse que es una mujer débil ni mucho menos. Pese a su edad, percibo vitalidad en ella, manifestada en los movimientos y en la mirada. Lo compruebo al ver la manera en que toca el timbre: con severidad, como si estuviera aplastando a un insecto que le ha estropeado la existencia.

Todo lo que pienso concluye en una sensación de culpa. Tal vez se trate de una emergencia y yo tan campante. He perdido tiempo valioso. Abro entonces la puerta.

—Buenas noches —digo.
—¿Joven, podría llamar a este teléfono, por favor? —dice la anciana antes de extenderme un pedazo de papel con un número anotado.
—¿Todo bien, señora?
—Llame a ese teléfono y pregunte por José. Se lo ruego. Dígale que lo estoy esperando.

Pongo un pie en el exterior. Luego el otro. Doy un respiro para percibir el olor de la tierra húmeda. Miro hacia los lados para disfrutar de la tranquilidad de la calle vacía. Dejo que algunas gotas de lluvia caigan sobre mi cuerpo antes de volver sobre mis pasos.

—Señora, ¿se encuentra bien? ¿No prefiere que le pida un taxi?
—Llame a José, por el amor de Dios. Es importante que se apure.

Le digo que espere afuera. Cierro la puerta y enciendo una lámpara de la sala. El papel que tengo entre manos está arrugado; ha sido doblado decenas de veces. Tiene además unas pequeñas roturas. El número telefónico fue anotado con lápiz y desde entonces se ha desvanecido. Es difícil distinguir los siete dígitos que lo conforman, aunque basta esforzarse para caer en cuenta de ellos. Cinco, ocho, nueve, cero, tres, uno, dos.

Lo pienso unos segundos antes de marcar. Estoy a punto de hacerle un favor a la desconocida que ha estropeado mi sueño. No son horas para llamar a nadie, eso está claro. Temo despertar a otra víctima. Sin embargo, no veo por qué una mujer de esa edad jugaría una broma pesada o lo que sea. Su interés debe ser genuino. Me pongo en sus zapatos y acudo al teléfono con la intención de hacerle el favor. Si no lo consigo es porque del otro lado suena la operadora: el número que usted ha marcado no existe. Lo verifico y vuelvo a probar. Tampoco. De nada sirve.

Salgo de nuevo a la calle. Encuentro a la anciana de espaldas. Ella no voltea, pese a que carraspeo para llamar su atención.

—El número no existe. ¿Está segura que lo anotó bien?
—No lo anoté yo, joven. Devuélvame el papelito, si es tan amable.
—Tenga. Si hay algo más en lo que la pueda ayudar…
—No. No hay nada en lo que usted me pueda ayudar —dice ella volteando al fin para tomar el número telefónico.
—Buenas noches, entonces.
—Dios lo bendiga.

La anciana se queda de pie frente a mí. Espero a que emprenda su retirada antes de cerrar la puerta, pero como no lo hace, cierro cuando ella sigue ahí, sobre el tapete de bienvenida.

Una vez dentro, apago la lámpara que había dejado encendida. El sueño se ha ido, el cansancio permanece. Antes de volver a la cama, doy un último vistazo por la ventana. A través del vidrio mojado alcanzo a ver a la señora. Sigue en la misma posición. Dura un rato más ahí antes de guardar el papel entre sus ropas. En cuanto lo hace, empieza a dar pequeños pasos. La observo hasta que se pierde al doblar en la esquina.

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