La ley de Thomas

La ley de Murphy ha sido una piedra en el zapato para generaciones enteras. Está ahí como un miedo constante. Su recuerdo aparece cada que en el horizonte se avista un proyecto. Las personas sensibles padecen su fantasma. Algo saldrá mal siempre, eso es seguro. Ni para qué ilusionarse. Por mucho que se tenga cuidado, siempre aparecerá un factor que lo vendrá a tirar todo por la borda. La experiencia lo dicta. Si algo puede salir mal, saldrá mal. Más vale entonces encomendarse a la modestia para que el golpe sea lo menos doloroso posible. Se renuncia a la gloria con tal de no correr mayores riesgos. Y así, en vez de celebrar por las alturas, se termina por beber agua en vasos de plástico.

Es probable que tú seas parte de la generación que ha sucumbido a la ley de Murphy. La paranoia te ha invadido de tal forma que no das paso alguno sin pensar que podrías tropezar. No es culpa tuya. Es normal andar con reservas cuando se vive en una era llena de estafas. Ya no solo es que influya el factor incomprensible. Resulta que la desconfianza adquirida en otros rubros (los traidores de la oficina, el fraude de un negocio, el engaño de la esposa) se unen a los pensamientos hasta formar un pesimismo desbordante.

Lo anterior termina por ser una nube negra que acompaña a cualquier sitio. Se deja de disfrutar de la vida porque por dentro se espera que venga lo peor en cualquier momento. El sufrimiento que hace voltear hacia todos los lados. No se vive en piloto automático, se anda en una sospecha constante que impide disfrutar lo que hay enfrente.

El pesimismo, en su fase más avanzada, conduce a la indigencia. Para qué lavar el auto, seguro que lloverá. Ni para qué ir a la entrevista de trabajo, el puesto se lo llevará alguien con las piernas bonitas. Qué caso tiene presentar el proyecto a los accionistas, las dispositivas se colapsarán a media presentación. Fijo. Mejor no me acerco a esa chica bonita que podría ser el amor de mi vida, apuesto a que me dirá que no. Haré el ridículo.

De este modo, llegan las rendiciones. La vulnerabilidad lleva a abstenerse de todo. No intentar. No poner un pie fuera de casa. Dejar de cocinar, de pagar la renta. Perder así cada una de las pertenencias. Las secuelas de la ley de Murphy pueden orillar a la carencia. A dejarse la barba de los 329 días (la navaja podría cortarte una arteria carótida). Olvidarse de las duchas (el agua se volverá ácida a la mitad del proceso) y renunciar a comer postres (puede que provoquen un desmayo).

Estamos ante  la radicalización de la postura, lo cual invita a hacer una pausa en el camino y reflexionar. Hay que tener en cuenta que la negatividad no siempre es la postura más inteligente. Va asociada a una distorsión de la realidad. Por algún motivo, los seres humanos tienden a recordar lo que salió mal, y se olvidan de lo que salió bien ya que lo consideran parte de la cotidianidad. Algo tan normal que no se le toma en cuenta. Así, en vez de celebrar que hemos andado en bicicleta 200 veces sin caernos, nos acordamos únicamente de la vez que sí, la cual pasa a convertirse en un ladrillo para la torre de la desconfianza.

En resumen, para quien es exigente consigo mismo, las derrotas influyen más en el comportamiento que las propias victorias, a las que se desdeñan o a las cuales no se les concede la mínima importancia.

Preocupante. En verdad preocupante. Nos encanta amargarnos la existencia. Nacimos para complicar nuestros días. Debido a ello hay que plantear soluciones. Ofrecer alternativas para cambiar la mentalidad. No se trata de una tarea sencilla, por el contrario. Los vicios están tan arraigados que han recubierto cada uno de los órganos del cuerpo humano.

Con esto en mente, me puse a idear lo que vendría algo así como la antítesis de la ley de Murphy. Y conseguí algo parecido que, si bien no la contradice, sí que ofrece un vía para combatirla. La somete en ideales.

Con orgullo, amigos míos, les presento a la ley de Thomas.

¿En qué consiste este precepto?

Muy sencillo. Su adagio reza lo siguiente:

«Aun en los peores escenarios, habrá siempre un elemento salvable».

Hay que tener los ojos bien abiertos. Incluso en las grandes tragedias hay cosas para rescatar. Fíjense bien. Dejemos de lado los lugares comunes del tipo «de los fracasos se aprende» y pasemos a casos muy prácticos. Es fácil darse cuenta que los panoramas obscuros tienen la gentileza de ofrecer un consuelo. Es como cuando entras a un baño público y todos los mingitorios están sucios. Pero hay uno que no lo está tanto y es el que te dispones a utilizar. En vez de quedarte con la adversidad, conviene que voltees a lo favorable. Lo mismo cuando tienes un reto en el horizonte. Puede que el asunto termine en un fracaso estrepitoso, sin embargo habrá al menos una pequeña cosa que puedas valorar del suceso. A lo mejor esa derrota te sirvió para recibir un abrazo (de consuelo) de la persona que más querías, o tienes ahora el pretexto ideal para mandar todo al carajo y empezar de nuevo por otro rumbo. Las afrentas conducen a los cambios. Un golpe duro es preferible a la comodidad ya que, con lo doloroso que pueda ser,  al menos llega a impulsar hacia niveles más altos.

Ten a la mano una lupa. Revisa tus penurias del pasado y descubre que al menos hubo un aspecto positivo en todo ello. Esto no necesariamente quita que hayas sufrido. No borra el terror ni la pérdida. Lo que hace es poner en perspectiva y dar cuenta de que vivimos en una ganancia perpetua.

Pongamos en la mesa una desdicha mayor: la muerte de una mascota. En un principio pareciera que nada es salvable ahí. La ley de Thompson es una farsa que le falta el respeto a mi perro, dirás. Y yo te diré que tranquilo. Que pongas atención. Primero lo siento mucho por ti. Las mascotas alegran cualquier hogar. Son una compañía que supera a casi cualquier otra. Y desde luego que es triste que te tengas que separar de un amigo. No digo que no. Pero ponte a pensar. A partir de la tristeza pueden surgir de ti elementos de provecho. Confiemos que el suplicio traiga para ti una lección importante. Que a partir de ahora valores más a quienes te rodean. Que ya nunca los abandones para realizar actividades que no tienen mayor importancia. Espero que te apegues a ellos. Que les des todo lo que tienes y que, cuando adoptes a un nuevo amigo, tengas ya la sabiduría suficiente para darle la mejor vida que puedas.

De eso se trata la ley de Thompson. De perspectiva. Si logramos extender esta idea, con suerte podremos aligerar el peso de los días. Basta ya de recelos. Caminemos sin tantos temores. Que sí, que sí. Vendrán muchos problemas, disgustos y obstáculos. Es parte del juego. Pero que nadie nos quite la noción de que también están las alegrías, los aprendizajes y el cariño. Siempre habrá un grano de arena para celebrar.

Y si no aparece, tú mismo puedes propiciarlo. Con un libro, una película, o con esta canción, de cuyo intérprete salió el nombre que designa a la ley antes descrita. No te dejes vencer.

 

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