Cuerpo suicida

El otro día descubrí que mi cuerpo quiere morir.

No lo culpo. Estos años han tenido demasiados puntos bajos. El retiro es una opción a considerar. Hasta ahí lo admito. Lo que me molesta es que en vez de seguir el ejemplo de otros cuerpos que optan por la muerte lenta y dolorosa que es la vida, el que tengo ha optado por un fin abrupto. Parece que le urge dejar de funcionar. No se lleva bien con la mente. Ahora mismo tengo complicaciones para que los dedos obedezcan la orden de escribir. Necesito pensar en leves amenazas con tal de que el cuerpo escarmiente. Ya le he dado el aviso a los dedos de que, si no obedecen, iré con la estilista para que pinte sus uñas de color púrpura para que sean la burla de los vecinos. Es cierto que el escarnio público también lo sufriría yo, el cerebro, que a fin de cuentas soy el encargado del departamento de pensamientos, pero en esta época de tensiones, no queda otra que recurrir a estas medidas para mantener el orden. A fin de cuentas la supervivencia está en juego. Yo no quisiera morir. Aburrirse es una actividad fascinante en comparación a la nada.

La situación llegó al límite ayer por la tarde mientras escuchaba música.  En determinado momento noté una curiosa anomalía en el ambiente: no estaba respirando. Sin previo aviso, nariz, bronquios y pulmones se coordinaron para dejar de oxigenar. Al cabo de unos segundos, dejé de pensar con sensatez. Un último momento de lucidez permitió que negociara con los rebeldes del aparato respiratorio: “Dejen que entre aire. Prometo llevarlos al campo y agendar la visita a un spa”. Un par de segundos después, sentí un alivio. De nuevo podía inhalar y exhalar.

Un antecedente similar tuvo lugar hace unas semanas. Era de madrugada. Luego de varias horas a la espera de que un milagro iluminara el paisaje, decidí que lo mejor era dormir. Lo conseguí después de media hora de intentos. La recompensa fue una pesadilla de ochenta megatones. Yo, en una isla desierta, era golpeado por una horda de enfurecidas olas decididas a acabar conmigo. En medio de un susto, desperté. Lo que vino fue peor. Apenas abrí los ojos, descubrí que mis manos estaban ahorcando  a mi propio cuello.

Le ordené a las manos que se detuvieran, pero no obedecieron. A cada segundo la sensación en el cuello empeoraba. En el espejo de la habitación vi que me ponía morado. No tardaría mucho en morir. El autoatentado se acercaba al éxito. Tomé una decisión: ya que las piernas no eran las agresoras en ese instante, corrí hasta las escaleras y me arrojé para rodar sobre ellas. Caí hasta la puerta principal de la casa. En un acto de reflejo los brazos dejaron el cuello para proteger a sus amigos abdomen y espalda. El fuerte dolor corporal era lo de menos, lo importante fue que no terminé en un cubículo reservado en la morgue.

Las ofensivas son repentinas y varían de estrategia. Desde esa vez, no he vuelto a ser atacado por los brazos. Sin embargo, estuvo el ya mencionado incidente del sistema respiratorio y el día en que los dientes se negaron a masticar bien una albóndiga que estuvo cerca de provocar que me ahogara.

Todas mis actividades están ahora cubiertas por una capa de precaución. Apenas hace unos minutos tuve que rechazar una invitación a la playa. Tendremos muchas mujeres y bebida,  me dijo un amigo. Lo siento, tengo unas piernas en huelga que se niegan a nadar, le respondí. Y se enojó. Me dijo que si no quería ir, fuera sincero en vez de humillarme con ese tipo de pretextos. Fingí que mentía. Tienes razón —le dije—, tengo gripa y estoy sin ganas de salir. Diviértanse con esas horribles mujeres en traje de baño y no olviden estropearse el organismo con la comida y el alcohol.

Al colgar sentí un golpe en el pecho.

befinner

Publicado originalmente en Imagen Médica.
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