La mirada de Tony Soprano

Yo soy de Tony Soprano. De James Gandolfini en general. Gran hombre. Uno de los actores que dejan una huella en la que dan ganas de pasear. Haces unas semanas, sin ir más lejos, cuando vi la película Enough Said (2013), su mera presencia en la pantalla logró que me estremeciera. Es uno de los pocos que consiguen eso. Marcello Mastroainni es otro. Así que verlo junto a Julia Louis-Dreyfus (otra adorada gracias a Seinfeld) fue conmovedor. A pesar de que lo que tenía enfrente era una comedia, en varias partes no pude evitar caer en un estado de melancolía, a sabiendas de que lo que veía era uno de los últimos trabajos en los que aquel gordo entrañable participó antes de morir. Con seguridad la última vez que podría encontrarlo en una sala de cine.

James Gandolfini tenía la particularidad de mostrar mucho de sí mismo cuando le tocaba hacerse cargo de un personaje. Pareciera que los papeles se amoldaban a él más que él a los personajes. Lo especial de su carácter le permitía darse ese lujo. Esto se puede notar en algunos de sus comportamientos ante las cámaras. Cuando come, por ejemplo. Lo hace de una forma inconfundible que expresa mucho de su naturaleza.  Un detalle pequeño en el que dice bastante de sí.

Si pones atención te darás cuenta. De forma específica está la forma en que mueve los cubiertos entre la comida  hasta conseguir atrapar la combinación exacta que quiere llevarse a la boca. Son los detalles. Ahí está lo crucial. Él lo sabía. No es lo mismo que el tenedor lleve dos espárragos y una patata a que lleve un espárrago y dos patatas. La experiencia es completamente distinta. Así que hay que luchar. Arrastrarse por el plato, y maniobrar entre caídas y subidas hasta conseguir la porción que se desea. Lo mismo con la cuchara. Con los postres hay que ir hasta el límite. Agarras un pedacito de pastel, un poco de cereza y de nuez y luego una tajada de helado de vainilla. Las proporciones exactas para que la mezcla sume puntos a la degustación. Y la forma en que se mastica es importante también. Una forma de hablar sin palabras. La comida es demasiado importante como para reducirla a un mero plano nutricional. Hablamos de un ritual que delata nuestro interior.

Les digo. Soy de Tony Soprano. El protagonista de la serie que más me ha cautivado jamás. Es curioso porque, a pesar de ser protagonizada por un mafioso de Nueva Jersey, su historia deja mucho para que la gente común pueda identificarse. Era muy sentimental, muy humano. A diferencia de otros productos televisivos, podías centrarte en su figura como si se tratara de alguien real. Podías olvidar que estabas ante una obra de ficción e involucrarte. A Tony siempre lo sentí como alguien cercano. Un tipo muy familiar en el que hallé rasgos distintivos cercanos a los míos. Aquel carácter ambivalente me recordaba mucho al de mi padre, que de alguna manera se traspasó  a mí.

En ciertas partes  podían presentarse muchas diferencias con el espectador. Pero eran cuestiones sobre todo circunstanciales y de superficie. En lo que se refiere a la esencia, en Tony Soprano se esconde mucho de lo que puede conformar a cualquier hijo de vecino. Una manera particular de afrontar lo que se tiene por delante. En su caso a un negocio ilegal. En otros,  lo mismo aplicado a un empleo y a un modo de vida normal.

Recuerdo muchos trallazos de este antihéroe. Cada episodio de las seis temporadas (la última de ellas es doble) contenía al menos una escena para las vitrinas. Sucesos para atesorar por siempre. Lecciones de éxito o fracaso de las cuales se podía extraer algo que te hiciera más fuerte.

De todas esas fracciones, puedo distinguir dos que están por encima del resto. Fueron, a decir verdad, los que consiguieron que pusiera a los Soprano sobre cualquier otra serie que haya visto antes o después. Amarres con los que se consolidó mi amor por aquella odisea, y en Tony en particular. Sobre todo porque fueron acontecimientos que sentí como propios, que me hicieron decir: «él sí sabe cómo va esto». Manías de las que yo creía que nadie más era presa. Obsesiones que no pensé que nadie más padeciera. Debilidades que eran mostradas son suma facilidad cuando si uno se lo piensa son complicadísimas de sacar a relucir.

Los dos momentos a los que me refiero ocurren en la cuarta temporada. Y ambos tienen que ver con la forma en que Tony Soprano se relaciona con las mujeres. Faltaba más.

El primero ocurre cuando Tony se siente atraído por Valentina, la nueva novia de Ralph Cifaretto, un golfo de cinco estrellas. Valentina es bellísima y también siente atracción por Tony. Pero a este último algo lo detiene. Y no es que ella sea la pareja de su compañero de negocios, ni mucho menos. No se trata de un dilema moral, sino algo mucho más profundo. Cuando ella le pregunta por qué no profundizan en su aventura amorosa, Tony le dice, sin más rodeos: «Porque no quiero tener lo mismo que tuvo Ralph Cifaretto«. Valentina es la mujer de sus sueños, alguien que lo tiene fascinado. Pero en su valoración hay algo que está por encima. Los principios, la dignidad, un sentido de exclusividad. Estar con ella no es solo estar con ella. Es estar con su pasado. Es pensar que sus labios han recorrido a un tipo que a Tony le causa un enorme desprecio. Celos por los caminos cruzados.

El debate personal de Tony es inmenso. Hay una parte en donde lo vemos a solas dentro de su auto. Y con su celular llama a Valentina. Por fin parece comprender que quizás lo suyo sea una exageración. Que puede darle una oportunidad a esa chica sin importar que esté relacionada a un ser repugnante como Cifaretto. Cuando ella contesta, Tony guarda silencio. Sus intenciones se vienen abajo cuando por su mente pasan las imágenes de aquellos dos en escenas románticas. Besos, caricias, abrazos. Siente repulsión. Ganas de tirarlo todo por la borda. Entonces cuelga. Al carajo con todo. A tomar por el saco. Prefiere seguir a solas su camino.

Aquella secuencia es magistral.  Entendí a la perfección los sentimientos de Tony. Los suyo podrá parecer irracional, machista y exagerado. Pero es honesto. Es real. Más de una vez he pasado por sensaciones parecidas. Considero que las personas deberían cuidar al máximo la elección de sus parejas. Porque son una especie de trayectoria. Un novio o novia repulsivo se vuelve una mancha en el currículum que puede repeler a futuros prospectos. Da lo mismo que seas bellísimo. Si estuviste con alguien asqueroso, tu imagen pierde varios enteros.

Lo curioso es que la relación entre Tony y Valentina sí se consuma. Lo hace apenas ella le aclara que jamás ha tenido sexo con Ralph Cifaretto, ya que él en realidad tiene algunas costumbres muy raras en la cama, más bien orientadas a la pasividad.

No recuerdo si el segundo episodio al que hago referencia ocurre antes o después del que he descrito acá arriba. Lo que sí sé es que se trata del cenit de James Gandolfini como actor. A decir verdad, no es una interpretación demasiado llamativa en un primer acercamiento. En su carrera hay ejemplos de mayor resonancia. Esta que digo es bastante discreta en algunos sentidos. Lo interesante es que, a la vez, llega hasta el tuétano.

Tony está en los vestidores de un club luego de tomar un baño de sauna. Ya se ha puesto los pantalones. Le falta abotonar su camisa. En eso está cuando se le acerca Ronald Zellman, uno de sus contactos principales dentro del mundo de la ley y la política. Un funcionario corrupto que le ha ayudado en diversas cuestiones, siempre a cambio de retribuciones económicas. También son amigos. Así que cuando Ronald le pide atención para platicar sobre una cuestión que lo agobia, Tony le dice que adelante.

Resulta que Ronald ha empezado a salir con Irina, una examante de Tony. Ronald es franco. Ella le gusta mucho. Quiere estar con ella. Aunque entiende que para Toný podría ser un asunto conflictivo. Por eso quiere decírselo directamente, para evitar embrollos futuros y dejar el tema en claro. Tony se ríe. Le dice que no se preocupe. Que Irina es parte de su pasado. Es una buena chica y le desea lo mejor a ambos. Que sean muy felices. Ronald le agradece con una sonrisa. Cierran la plática con un apretón de manos.

Desde luego el asunto no acaba ahí. Tony es un hombre de obsesiones. Alguien que no se puede controlar. Una característica de su personalidad que a través de su carrera lo ha metido en muchos problemas.Un rasgo que pone en un riesgo constante a su figura como líder de un grupo delictivo.

Tony está al tanto de sus propios defectos. Sabe que hay algo mal dentro de él. Pero estar consciente de ello no es suficiente. Es un vicio que no puede dominar. Por más que lo intente, cualquier pequeñez puede detonar su lado más obscuro. E intenta controlarse. De verdad que lo hace. Dios, ha pasado mucho tiempo desde que estuvo por última vez con Irina. Que tenga un nuevo novio no debería importarle. Después de todo se alejó de ella porque era una chica que empezaba a abrumarlo. Además, él es un hombre casado. Una bella esposa lo espera en casa con sus dos hijos. Sí, es verdad. Tiene a la familia. Mejor ir con ellos. No hay razones para pensar más en una antigua comàre.

Tony ya va dentro de su camioneta. La jornada de trabajo ha finalizado. Es de noche y toca disfrutar el camino de regreso al hogar. Como todavía quedan muchos kilómetros por recorrer, ameniza el trayecto con música. En la radio suena «You Ain’t Seen Nothing Yet» de Bachman–Turner Overdrive, una canción que lo  anima tanto que se pone a cantar.

Y es ahí donde comienza la clase de actuación de Gandolfini. En donde pone al resto de las estrellas de televisión a la altura del betún. También en donde queda en claro el poder evocador de la música.

Apenas termina «You Ain’t Seen Nothing Yet», aparece una canción que cambia por completo el semblante de Tony.  Es «Oh Girl» de The Chi-Lites. Desde la primera frase del cantante, no le queda otra que recordar a Irina. Lo mucho que ha echado de menos su compañía en el ajetreo de las últimas semanas. En lo irónico de la situación. Que le duela que ella pueda ser feliz con alguien más, pese a que él mismo la haya alejado de sí. Y Tony canta, pero ahora con lágrimas contenidas en los ojos. Con la voz entrecortada. Hay palabras que jamás saldrán de paseo.

Solo por esa parte, la actuación merecería los mayores aplausos. Sin embargo, todavía falta lo mejor.

Tony da un volantazo. Cambia de ruta. Lo siguiente que vemos es que está afuera de la casa de Ronald. Tony ya no llora, su actitud ha pasado a ser dura. Toca el timbre. Unos segundos después, Irina abre la puerta. Es casi media noche y ella está en pijama. La visita sorpresa le da un susto de muerte.  Tony entra sin ser invitado. Lo único que le dice a la pobre mujer es: «¿Tienes algo de tomar?».

Pero para qué contarlo. Mejor dejo que ustedes mismos vean lo que pasa.

Atención a la transformación que sufre el personaje. De nuevo, Tony pasa de todo. Le da lo mismo los problemas que su actitud le pueda acarrear. Más si tomamos en cuenta que Ronald es un contacto clave para varias operaciones ilegales. Alguien que, sin ir más lejos, trabaja para el gobierno. Pero en ese instante da igual. Él solo quiere desquitarse. Así que va y golpea a su viejo amigo con un cinturón, como se golpea a los niños traviesos. Hasta hacerlo llorar.

Al diablo con lo que venga. Hay momentos en la vida en que uno se debe dejar llevar. Actuar sin medir las consecuencias. Que por algo se tiene una vida para arriesgar.

Recién consumada la venganza, Tony vuelve a la serenidad. Está calmado, quizás con el pensamiento fijo en los conflictos que vendrán luego de ese incidente en donde se olvidó de su parte racional.

Y se acerca a Irina por última vez. La tiene cara a cara. Después de todo lo que han vivido juntos, un abismo los separa. Ella llora. Y podrían decirse tantas cosas que es imposible decir una sola palabra. Da igual. Porque, antes de irse, Tony le lanza esa mirada. La mirada definitiva. La que lo dice todo. Ante la cual no cabe otra opción que rendir silencio. La que merecía que se se rompieran todos los protocolos. La que merecía un Óscar. La que merecía un Pulitzer. El jodido premio Nobel de Literatura.

Esa mirada.tony soprano

Esa.

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