Hoy por la tarde mi etapa universitaria llegó a su fin. Ahora sí, de verdad. El verano pasado terminaron las clases y fue la graduación. Pero la tesis la terminé hace apenas unas semanas. Al poco rato vino el examen profesional. Lo aprobé por decisión unánime, aun contra mi propio pronóstico. La experiencia duró casi dos horas, cuando yo pensaba que no pasaría de treinta minutos. Por fortuna sobreviví. De algún modo me las ingenié para superar las críticas y los cuestionamientos, si bien hubo momentos de tensión que hicieron que por dentro pensara: «no sé por qué nací».
Hoy pasé a despedirme de aquello. Llevé unos pequeños regalos para el director de mi investigación, las profesoras que hicieron de sinodales y para una secretaria que me ayudó con varios movimientos administrativos.
Llevaba los obsequios dentro de una bolsa enorme. Una de material sólido para que nadie pudiera ver el contenido. Sin embargo, el tamaño del empaque resultó peor: llamaba la atención de los que pasaban a mi lado. Se trata de una bomba, seguro pensaron algunos.
En cuanto llegué a la escuela, supe que se trataba de mi última visita casual. Iré alguna vez más para concretar el trámite de la titulación y de la cédula profesional, claro. El caso es que ya no volveré para visitar a nadie en particular. No iré a conversar con nadie, ni a tomar una clase. Tampoco a que hagan revisiones de mi trabajo ni a pedir informes sobre alguna cuestión académica. Todo eso se ha acabado. Fui con esa convicción.
Y recordé los buenos momentos y los malos momentos. Las memorias se activaron. De cualquier forma no me dejé llevar por sentimentalismos. Si bien extrañaré algunas cosas, serán muchas más las que celebro dejar atrás. De la misma manera en que conocí a personas extraordinarias que ahora considero fundamentales en mi formación, hubo muchas otras que me dieron igual. Y seguro que yo les di igual a ellos también.
De hecho, uno de los detalles que más me llamó la atención, fue el hecho de que ya casi no conocía a nadie de ahí dentro. Lo que veía eran estudiantes nuevos. Jóvenes de generaciones con las que no conviví, o con las que apenas tuve algún encuentro. También vi algunos rostros conocidos. Compañeros, trabajadores de la institución y, sobre todo, personas que durante cuatro años y medio consideré interesantes y atractivas pero con las que jamás entablé una sola plática. Lo cierto es que ya era tarde para remediarlo. Yo ya no pertenecía a ese lugar. Eso lo tuve claro. Lo cual no me dolió, al contrario. Me dio gusto estar al tanto de ello y seguir adelante. No hay que aferrarse a lugares así. Un error común. Por el contrario, yo creo que hay que moverse lo más rápido posible.
Si fuera por comodidad, pediría que me llevaran de regreso a la primaria.
También saludé a algunos maestros. Fui felicitado. Les di las gracias por las enseñanzas. No a todos, porque de la mayoría no aprendí salvo aquello que surge de la indignación, pero sí a aquellos por los que alcancé a sentir una estima personal.
Platiqué, sobre todo, con el director de mi proyecto recepcional. Un hombre de bien que tuvo una paciencia extraordinaria conmigo. Le comenté que ya me he puesto en contacto con el libro Guinness de los récords para que se lo reconozcan.
PROFESOR CON SERENIDAD DE ACERO LOGRA QUE EL ALUMNO MENOS ENTUSIASTA DEL MUNDO TERMINE UNA TESIS.
Quedo en deuda con él. Puso una dedicación muy grande sobre mi investigación y mi formación en general. Lo que es más, aunque de forma indirecta, gracias a él hice algunas cambios en mi vida que considero que fueron positivos, o que al menos removieron lo que parecía no evolucionar. Lo único que le deseo es que a partir de mi egreso, pueda tener mucho más tiempo libre que le sirva para descansar.
Luego fui con la secretaria. Fue una conversación breve. Le comenté una historia que quizás ella ya no recordaba. Yo a ella antes le caía mal. O eso me parecía. Soy paranoico con estos asuntos. El caso es que cuando ella trabajaba en otro departamento de la escuela, me tocó vivir su indiferencia. Una indiferencia llegaba a convertirse en una especie de desprecio. Lo sufrí múltiples veces. Recuerdo en particular una ocasión, haces tres años, en la que acudí a ella para recoger un documento.
—Buenos días —le dije.
Pasó un segundo.
Pasaron dos segundos.
Pasaron tres segundos.
Pasaron cuatro segundos.
Pasaron cinco segundos.
Pasaron seis segundos.
Pasaron siete segundos.
Pasaron ocho segundos.
Ella no respondía. Yo estaba ahí parado a la espera de una respuesta que no llegaba. Lo único que ella hacía era continuar con la vista fija en la computadora.
—Buenos días —dije otra vez.
Pasó un segundo.
Pasaron dos segundos.
Pasaron tres segundos.
Pasaron cuatro segundos.
—¿Qué se te ofrece? —dijo al fin.
Cuando se lo conté, ya como una vieja anécdota, me dijo que ella no recordaba aquello. Discúlpame, no me di cuenta. Qué pena contigo. Le dije que no se preocupara. Yo entendía.
El caso es que cuando la transfirieron a otro puesto, todo cambió. Para mi sorpresa, empecé a ser tratado de una forma muy amable de su parte. Cómo has estado, Carlitos, me decía. Qué gusto verte. Eres muy lindo.
La transformación es misterio que todavía no alcanzo a comprender.
Fui con las dos sinodales. Una es mexicana, la otra es española. Ambas siempre fueron muy gentiles conmigo. Para tirar por la borda aquella imagen de que los educadores son seres horribles. Me dieron algunos consejos, rieron con mis chistes malos y nos dijimos adiós, al menos por una temporada. Lo mismo con un profesor que alcancé a ver en los jardines. Sus palabras de aliento sirvieron de motivación.
Luego vi a muchos otros profesores que considero no hacen bien su trabajo. Lo curioso es que se han perpetuado por años y años en sus cargos sin el menor pudor. Ellos ni me voltearon a ver. Y yo dejé de hacer el esfuerzo que por mucho tiempo hice: el de, a pesar de su actitud, ofrecer mi mano franca; saludar con un qué tal o un buenos días, aunque ellos respondieran sin ganas.
Esta vez, simplemente caminé. Lo mismo por algunos compañeros que jamás se dignaron a regresarme una sonrisa. Por primera vez dejé de intentar un acercamiento. No había caso. Ellos se quedaban. Era tiempo de dejar aquello de lado.
Enfilé rumbo a la salida con la vista en alto. La bolsa de los regalos ya estaba vacía. Al principio planeaba llevarla a casa, ya que podría servir guardar otras cosas en ella. Pero, dadas las circunstancias, yo quería librarme de todos los pesos posibles. Así que la aplasté todo lo que pude y la tiré en un bote de basura. Luego me puse los audífonos para escuchar una canción de los Kinks que, en esos ratos de incertidumbre, iba como anillo al dedo.
Salí por fin de la escuela. Antes de cruzar la calle, eché un último vistazo hacia atrás. Vi la gran puerta de entrada, por donde pasé cientos de veces en los años recientes. También vi las paredes. Las barras metálicas. Los salones. La gente que reía adentro. Los que conversaban. Toda la historia que ya no me correspondía.
Regresé a mis pasos. Fui a la tienda por algo de tomar.