Noté que su comportamiento había cambiado en los últimos días. No tuve otra opción que preocuparme. Hace tiempo lo que ocurría entre nosotros era pura alegría, pero lo de ahora era una horrible parodia. Así pasa. En las relaciones humanas lo que parece eterno tiene una duración aproximada de año y medio. O apenas de unas horas, depende del caso.
Lo conocí por una compañera en común. Ella ya me había advertido que lo dejara solo como un amigo. Laura, Ramón está genial para entablar una amistad. Pero ni se te ocurra pensar algo más porque es un chico muy extraño. Lo digo en serio.
No le di mucha importancia a sus palabras porque mi amiga suele ser una exagerada de primera, y lo que en verdad tomaba en cuenta era lo mucho que él me gustaba. Era un hombre atractivo, nunca lo he negado, más para una mujer como yo, que ya ve de cerca los cuarenta años. Ese periodo en el que uno busca con desesperación al amor de su vida y que, uno se empieza a resignar, puede ser cualquiera. Lo que menos me importaba era su forma de ser o la calidad de nuestras conversaciones; a nuestras primeras citas las vi como un pretexto, lo central era que el vínculo se hiciera fuerte para que, luego de un año o dos, pudiéramos pensar en casarnos. Los hombres son plantitas a las que hay que regar y cuidar para ver si un día crecen y lanzan frutos con forma de collares y autos.
Con él iba de maravilla. Pronto nos hicimos novios y después de ocho meses era habitual que saliéramos a cenar. No era raro que yo durmiera en su casa o él en la mía. Era lo que se podría considerar una relación seria. Basta decir que en su habitación ya tenía yo un cajón propio para guardar lo que quisiera, prueba que da fe de la familiaridad con la que nos tratábamos. Nuestras respectivas mascotas también pueden dar cuenta de ello. Mi perro y su perra dejaron de recibirnos con ladridos cada que llegábamos a las casas contrarias, e incluso nos recibían con saltos, lengüetazos y toda clase de fanfarrias.
Él no conoce a mi familia. Lo lamento, porque creo que se caerían bien y eso podría lograr que nuestra relación subiera de nivel, pero ni hablar: ya se sabe que las distancias geográficas pueden mucho más. Yo en cambio sí que conozco a su familia, bueno, solo a su madre. Su padre murió hace nueve años y es hijo único.
Todavía recuerdo el día en que nos reunimos. Fue en su casa. Su madre tiene sesenta años aunque aparenta fácilmente unos diez más. Ella se ofreció a preparar la cena. Antes de ir, tomé un baño y me puse un vestido bastante discreto, acorde a la ocasión. Llegué puntual a la cita (en realidad llegué cinco minutos antes, así que le di una vuelta a la cuadra para llegar con exactitud a la hora acordada) y fui recibida de manera calurosa por la señora. Ramón, en cambio, se portó bastante frío aquella noche. De cierto modo, a partir de ahí, nunca volvió a ser el mismo. Al principio nos presentó. Laura, ella es mi madre, se llama Josefina. Mamá, ella es Laura, de quien te conté. Nos dimos la mano a manera de saludo. Me da mucho gusto conocerla, dijo ella. Y nos dispusimos a tomar asiento.
La cena fue espantosa. Cualquiera esperaría algo más de una anciana. Se supone que todas son unas expertas en materia culinaria.
Estuve ahí alrededor de una hora. Hablamos poco. Yo era la invitada y, sin embargo, parecía la anfitriona. Tuve que esforzarme por encontrar temas de conversación: qué calor ha hecho últimamente, la vajilla está muy bonita, mis padres viven en Monterrey. A pesar de mi esfuerzo, no pude lograr que la plática fluyera. No tardé en rendirme, ellos parecían menos interesados que yo, así que al poco rato renuncié por completo.
Los últimos minutos fueron, básicamente, de la siguiente manera: mirábamos nuestro plato e intercalábamos carraspeos sin proseguir a decir nada. Frente a nosotros teníamos varios platos llenos de comida (carne, puré, ensalada, unos huevos tibios y calabazas cocidas) a los que nadie recurrió en busca de una segunda ración. De cierta manera, o eso me parecía, los tres teníamos en mente que servirse más comida implicaría —aparte de tener que aguantar un sabor espantoso—prolongar la agonía por unos minutos que, dadas las circunstancias, podrían sentirse como horas. No valía la pena arriesgarse por intentar ser cortés.
Al poco rato me fui. Antes, durante la tarde, llegué a considerar que podría dormir ahí, sin embargo, apenas llegué, Ramón me dijo que esa noche su madre se quedaría en casa.
Aunque al principio lo tomé como una ofensa, ya al final de la velada no lo padecí demasiado. Incluso, cuando llegué a mi departamento, di un fuerte respiro y adoré la armonía del silencio que reinaba en la sala. Tomé un baño y luego me recosté en la cama hasta quedar dormida.
Al día siguiente no recibí ninguna llamada. El detalle me llamó la atención porque Ramón acostumbraba marcarme al celular cuando pasábamos más de ocho horas sin vernos. Sin excepciones. Así que, cuando al otro día tampoco dio señales de vida, me preocupé, aunque decidí no marcarle por una cuestión de orgullo. Al tercer día tampoco nos vimos y desde luego tampoco llamó.
Al cuarto día llegó la ruina.
Llegué cansada del trabajo. Apenas pude, me puse ropa cómoda y me tiré en el sillón más largo de la sala. Cerré los ojos y no tardé en conciliar el sueño. Pudo ser una buena siesta, de no ser porque se vio interrumpida por el sonido del timbre. Me levanté. Pensé que había dormido poco, porque me dolía la cabeza, pero miré el reloj y noté que habían pasado tres horas desde mi llegada. Antes de abrir revisé quién tocaba. A través de la mirilla vi que era Ramón. Me extrañó porque él tiene llave de la puerta. Le dije que pasara y lo único que hizo fue darme una palmada en la espalda. Con algo de vergüenza tuve que dejar la ridícula posición que había tomado para darle un beso. Me dijo que venía a recoger algunas cosas. Entró a mi cuarto y salió de ahí después de diez segundos. Me pareció que no llevaba nada consigo e inmediatamente abandonó el lugar, no sin antes darme un pequeño cariño cerca de la nuca. Cuando pasó a mi lado noté que tenía un rasguño profundo en la mejilla derecha, casi abajo del ojo. Tenía pinta de haber sido causado por un felino.
De no ser porque aún estaba exhausta, habría reaccionado de otra forma. Al final lo único que hice fue dirigirme a la cama y dormir hasta la mañana siguiente.
Desperté tarde. Era sábado y vacilé un rato antes de salir de la cama. Después de haber abierto los ojos, me puse de pie y fui rumbo al espejo. Noté que mis ojeras estaban más marcadas de lo normal, y también me di cuenta de lo mucho que a veces dependo del maquillaje. Ahí mismo, en el reflejo, alcancé a ver algo que se encontraba a mis espaldas, sobre las sábanas. Era una hoja de papel. Me di la vuelta y la tomé. Estaba un poco arrugada. Había dormido sobre ella sin darme cuenta. La carta, escrita a máquina por ambos lados, decía lo siguiente.
Laura:
Quiero contarte sobre una idea a la que le estuve dando vueltas en las últimas semanas. Primero quiero aclararte que lo he pensando lo suficiente como para estar completamente seguro. No hay forma en la que puedas hacerme cambiar de parecer. La decisión está tomada, por lo que te recomiendo que ni siquiera te desgastes con palabras de convencimiento.
Laura, querida Laura: he decidido convertirme en un gordo.
Te advierto que no es una broma, aunque lo parezca. Se trata de un asunto muy serio. A partir de mañana iniciaré un proceso de alimentación con el que espero aumentar al menos 40 kilos. No será fácil, desde luego. Pero creo que puedo hacerlo. Se trata de un reto personal para el que no he querido pedir asesoría. Lo único que haré será comer como cerdo. Como un cerdo en la ciudad.
Comeré muchas hamburguesas, pasteles y chocolates. No escatimaré en raciones de pan ni negaré la oportunidad a cualquier clase de caloría o carbohidrato que se atreviese en el camino. Ya sabes que yo siempre he sido delgado y ya es hora de dar el gran salto. Quiero ser un gordo considerable. No alguien con un simple problema de sobrepeso, quiero ser un gordo de verdad, uno que parezca tener un problema irreversible de nacimiento .
Si piensas que es un disparate, créeme: no lo es. Tengo razones de sobra. Quiero que sepas, y espero ya lo hayas notado, que ya no te amo. Sé que el sentimiento (o la falta de) es mutuo, por lo que no temo herir tus sentimientos (si acaso tu vanidad). De cualquier manera quiero dejarlo en claro para evitar confusiones. Hace semanas, quizás meses, que nuestra relación perdió emoción y pasión. Cada noche a tu lado se volvió un fastidio del que solo quería salir. Y confieso que muchas veces prefería ir al trabajo que tener que desayunar a tu lado.
Me aburres y no hay nada que podamos hacer. No te aguanto. No quiero volverte a ver. De una vez te aviso que esta carta también es una despedida. En los próximos días un compañero de la oficina pasará a recoger los pocos enseres que he dejado en tu hogar. Por lo tuyo no te preocupes, él mismo llevará una caja donde he depositado todo lo que has dejado en el mío.
Es mejor así. Nos ahorraremos dramas. No quiero que me vuelvas a ver, al menos por ahora que permanezco delgado. Menciono esto porque tú eres una de las motivaciones que me han impulsado a buscar la gordura.
Mira, durante años me he rodeado de relaciones forzadas que no conducen a ningún sitio. Nunca he sentido lo que, al parecer, el resto de los humanos siente. No me he enamorado de ti tal como no he logrado enamorarme de nadie. Lo he intentado, lo juro. He hecho lo que hacen los otros. Dar besos, invitar a cenas y llevar a la cama. Nada funciona, para mí ninguno de los esfuerzos tiene importancia y solo los he hecho para satisfacer protocolos sociales que, a partir de ahora, dejaré atrás. No es problema tuyo, como puedes ver, es un asunto íntimo del que prefiero librarte. Es inútil hacer el intento. Lo nuestro me importaba menos que el sabor del fuego.
Lo que sí, es que en mí se mantiene un vacío que solo la comida puede llenar. Lo he notado. Cuando comíamos, lo que en verdad me apasionaba eran los platillos. ¡De verdad era feliz con ellos! Lo único que lamentaba era que eventualmente se terminaran. Y lo que me quedaba eras tú con tu cuerpo, que al parecer todos deseaban, excepto yo. Si evitaba pedir un segundo plato era porque consideraba que mis ideas eran un disparate, y porque ello implicaba (como el día en que cenamos con mi madre) que tendría que pasar más tiempo contigo. Optaba entonces por esperar a estar solo para comer una inmensidad de dulces que me ponían más contento que a un niño.
Quiero dejar la culpa. Dedicarme a comer sin ninguna clase de remordimiento. A falta de amor he decidido abalanzarme sobre la repostería y las empanadas de atún. Nada más parece quererme y a nada más parezco querer.
Era eso lo que quería decirte. Mi objetivo es ser un gordo inmenso y tú eres un estorbo para mis planes. Espero lo sepas entender. No te guardo rencor. El que tú me pudieras tener desparecerá en unos meses cuando veas mis lonjas o lo abultado de mi papada. Te aseguro que no nos volveremos a acercar.
Sinceramente
Ramón.
***
Me quedé helada. Confieso que en algunas partes tenía razón. No se podía decir que yo estuviera enamorada, aunque sí estaba dispuesta a casarme con él sin ningún problema. Cualquiera en mis circunstancias lo haría.
Han pasado tres semanas desde entonces. No sé qué hacer. Quiero conocer a otros hombres, el tiempo se me agota. ¿Por cuánto tiempo más seré atractiva?
El viernes pasado fui a un bar que queda cerca del trabajo. Noté bajo movimiento por la hora que era. Bebí cuatro copas sentada en la barra, resignada a que nadie me invitara un trago. Al poco rato entró un sujeto con aspecto de camionero. Llevaba gorra e incluso barba. Era gordo. Cien kilogramos, por lo menos. Gracias a él supe que el acné no era exclusivo de los adolescentes. Entonces recordé a Ramón. Las palabras de su carta llegaron a mi mente y las dejé ahí dentro. Lo hice con el deseo, puro del corazón, de tener un peso encima.