Hay una vieja canción de Bruce Springsteen que de algún modo sintetiza el valor que, a nivel personal, asocio con la música. Se llama “No Surrender” y aparece en Born in the U.S.A. (1984). En algún momento sale la línea: «We learned more from a three-minute record than we ever learned in school». Y bueno, desde que la escuché por primera vez, hace ya algunos años, caí en cuenta de que esa era una de las razones por la que tanto adoro coleccionar discos. El tema en cuestión no es de mis favoritos, sin embargo la letra es maravillosa. Como tantos otros de Bruce Springsteen, habla sobre el escape, de salir de un contexto que resulta limitante y frustrante para ir en busca de lo que en verdad apasiona.
Tal como el protagonista de “No Surrender”, he aprendido mucho más de algunas canciones que de infinidad de clases a lo largo de mi formación humana. Digo lo anterior con total respeto para ese grupo selecto de profesores a los que recuerdo con cariño y sin los cuales ahora sería un poco más ignorante. Porque claro, no vas a aprender a sumar ni a restar con la ayuda del último sencillo de Regina Spektor, ni nadie se ha vuelto experto en geografía gracias a un solo de Jonny Greenwood. Pero hay músicos a los que les ha aprendido cosas mucho más importantes. Miles de profesores pueden enseñar a leer y escribir, pero solo un puñado de artistas con capaces de entender lo que sientes por dentro y ofrecer un camino a seguir. No es coincidencia que las personas solitarias tengan un apego particularmente intenso hacia la música —o al cine y la literatura ya que estamos—, a fin de cuentas esos cantantes a los que escuchamos a diario se convierten en unos amigos a distancia que dan esos consejos que el entorno inmediato nos niega.
Bob Dylan, refiriéndose a la primera vez que escuchó a The Beatles, decía que los de Liverpool eran una banda que ofrecía «intimidad y compañía». He ahí otra de las ventajas de ser aficionado a escuchar discos hasta romperlos: con ellos puedes estar solo pero al mismo tiempo sentirte acompañado. La mezcla perfecta, ni abandonado ni vulgarizado. El tema que lo impulsó a decir esa frase fue, por cierto, “Do You Want to Know a Secret” del Please Please Me (1963); una pieza modestísima —y encantadora— cantada por George.
¿Notaron que le llamé “George” en lugar de “George Harrison” o “Harrison”? Es por que lo siento como un amigo, y a los amigos se les llama por su nombre de pila. No vas a llamarle por su apellido a alguien que ha estado a tu lado toda una vida. Ni que fuera uno de esos seres horribles que te dejan tarea.
Así surge la extraña relación. Luego de pasar cientos de horas junto a la obra de un músico acabas con un sentimiento de proximidad que no sé qué tanto tenga de ilusorio. Es como si, aunque no te conocieran en persona, ellos supieran lo que te pasa y lo que necesitas escuchar. Y ahí están cuando nadie más lo hace. Con el añadido de que agregan melodías de primera y trucos que acaban enganchando a tu espíritu por los cuatro costados.
A pesar de todo, tenemos la música, como diría otro viejo compositor. En los buenos y malos momentos. Para romper el silencio que agobia. Para reconfortar con una palmada en el oído.
Publicado originalmente en Revista Spazz.
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