Falta la noche de quietud

Llegué temprano a la casa de la cultura. Aún faltan veinte minutos para que la clase comience. En la entrada veo a tres mujeres sentadas en una mesa. Una de ellas llama la atención. Es la tercera vez que la veo hacer lo mismo más o menos en ese horario: tejer. No sé por qué está ahí. Tal vez cuide el lugar. Es una agente encubierta. La bufanda que elabora es una pantalla. En el fondo es una experta en artes marciales que podría cortarle la cabeza a cualquier intruso. Comprendo lo grave de la situación cuando me lanza una mirada. Le deseo buenas noches para que no se abalance contra mí. Si me asesina no aprenderé a decir los días de la semana en italiano.

El guardia de las recepción pide que me registre en una bitácora. Es la nueva tendencia en los edificios públicos. He tenido que repetir la operación en varios lugares en los últimos meses. Supongo que de algo les servirá, a menos de que a los maleantes se les ocurra usar un nombre falso, un plan maestro con el cual todo el protocolo se vendría abajo. De cualquier forma, soy honesto. Pongo mi nombre, hora de llegada y firma. Noto que mi letra es la más bonita de todas. No hay comparación. Deberían tomarle una foto a la hoja y enmarcarla para que todos aprecien mis trazos. Lástima que nadie lo valorará. Tener letra bonita no abre ninguna puerta. Al contrario. Lo único malo de la mía es que no se entiende muy bien. Me lo han dicho. Es confusa. Pero estéticamente luce estupenda, que es lo importante. Tampoco es que quiera comunicarme mucho con los demás. Cuando tengo que llenar alguna forma sin utilidad, pongo mi número telefónico lo peor que puedo, para que no llamen. No pongo uno falso porque las mentiras son espantosas. Les doy el real, solo que en medio de rayones. A ellos corresponderá descifrarlo si es que quieren marcar.

Noto que en el salón ya hay dos personas. La profesora y un alumno, el famoso conductor de televisión local. Conversan entre ellos. La puerta de cristal está cerrada. No quiero interrumpir. Seguro que estropearía la mejor platica que han tenido en el año. Ella se ha enamorado, pienso. O quiere pedirle trabajo, eso es. Clases de idiomas en el canal estatal. En horario matutino, después del programa de espectáculos. Un éxito que cambiará para siempre su existencia. Todavía falta mucho para que inicie la clase. Mejor regreso en mis pasos.

La señora que tejía ya no está. Fue a perseguir a un ladrón. Le ha roto el cuello. De un mordisco le ha arrancado un ojo. Respiro con alivio. No soy él. Mantenerse dentro de la legalidad tiene sus ventajas. Decido salir a caminar en lo que dan las ocho de la noche. No llevo suéter. Afuera hace frío. Da igual. Prefiero pescar un resfriado que hacer un mal tercio dentro del aula. Recuerdo que no he hecho ningún amigo en el curso, así que lo mínimo a lo que puedo aspirar es a no tener ningún enemigo. Nadie que me odie, al menos. Camino. Cruzo los brazos para guardar el mayor calor posible.

Cerca de ahí se encuentran varios restaurantes. Podría entrar a uno. Le diría la condición al mesero. Tengo quince minutos para comer. Trae lo que tengas ya preparado. No te preocupes. Aceptaré lo que sea. Lo único que quiero es un rato de normalidad. La idea, de inmediato, se vuelve ridícula. No es la primera vez. Lo que hago es mirar el menú que exhiben en el exterior. Cuando una empleada del lugar se acerca a preguntar, le digo que tengo prisa, que solo miraba las opciones para ir el fin de semana con unos colegas. Dice que ahí me esperarán y sonríe. Tengo que alejarme con una sensación de remordimiento. Me acabo de convertir en un mentiroso. Merezco la soledad.

Al dar vuelta por la esquina, un hombre cruza conmigo. Debe tener unos cuarenta años. Le sobran treinta kilos. Lleva gorra y una carpeta llena de papeles.

—¿Sabe usted dónde se encuentra el Distribuidor Juárez?
—Lo siento, no tengo idea.
—Mire, yo soy cubano, pero estoy buscando la casa salvadoreña. Quiero saber cuánto más tengo que caminar.
—Si quiere pregúntele a los del restaurante. Tal vez ellos le puedan decir,
—No. Ya me habían advertido cómo es la gente de acá. Le he preguntado a tres personas y ninguna me ayuda. Soy una persona honesta.
—Disculpe, es que yo no conozco las calles de la ciudad.
—Tranquilo, déjese de mentiras. Seguiré por el camino hasta encontrar a un mexicano de pura cepa, de esos que tienen una esponja en el corazón. Lo dejo en paz.
—No, de verdad yo…

El hombre se va. Lamento no tener idea alguna sobre direcciones. Conozco apenas  el nombre de tres o cuatro calles si incluimos aquella de la casa en donde vivo. Por culpa de la ignorancia, un señor ha pensado que lo discrimino. Que no le quise dar indicaciones porque odio a los extranjeros. Lo cierto es que no. Me caen bien los cubanos. Si un día me pierdo en otro país, espero que la gente local me eche una mano. Que lo que hoy no pude hacer, no se revierta por algún tipo de venganza cósmica. Lo veo venir. El destino se ensaña. Un día estaré en Marruecos, lleno de sed y con hambre. Nadie me ayudará. Cuando pida auxilio, alguien me dirá que le pregunte a Benito Juárez.

Decido regresar al salón. Eso me pasa por salir a caminar. Desearía estar siempre acostado en una cama. Dejar que pase todo lo que tenga que pasar. Ya no quiero ser partícipe de esta gran broma. Lo mejor que podría hacer es dormir hasta la muerte. Tampoco es que haya mucho que perder.

Faltan dos minutos para las ocho. Encuentro a la profesora en el pasillo. Dice que me vio hace rato, que debí haber entrado al salón. Le digo que no pude, que tenía que hacer una llamada telefónica.

alain delon quietud

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