Me he inscrito en clases de italiano. Por fin me di el gusto. Era una de los deseos que tenía pendientes. Desde pequeño he sentido fascinación por todo lo que tiene que ver con Italia.
El amor nació por el futbol. Christian Vieri y Alessandro Del Piero fueron, junto con Dennis Bergkamp, los primeros ídolos que tuve en el mundillo del deporte internacional. Cada que podía ver juegos donde salieran ellos, se convertía para mí en un acontecimiento importante. Eran tiempos donde no había internet. Tampoco tenía televisión por cable, así que cuando surgía el milagro de verlos en noticiero o en un partido repetido, era un hito personal.
El amor por ese país pasó después a la películas. La conexión se dio por casualidad. cuando en un mercado conocí a un señor que vendía películas europeas. Cada semana iba y le compraba dos o tres. Siempre italianas. Nada de francesas ni alemanas. Ahí conocí todo lo que pude de Visconti, Monicelli, De Sica, Pasolini, Antonioni y mi director fetiche desde entonces: Federico Fellini. De la mano, llegó un actor por el que sentí debilidad inmediata. Hablo de, claro, Marcello Mastroianni, quien además de ser un gran intérprete, contaba con un carisma que hacía imposible no amarlo. Todavía lo tengo por modelo a seguir.
Por otro lado, caí flechado ante Sophia Loren. Pero también ante actrices casi de la misma belleza. Claudia Cardinale, Ornella Mutti, Monica vitti. Y bueno, la que quizás sea mi actriz favorita del mundo, Giulietta Masina, a quien quise abrazar hasta el llanto luego de ver su ternura en La strada.
Lo que veía eran, sobre todo, películas de los años sesenta. Una década que ya en lo musical también ofrecía tesoros. De hecho, hubo un periodo de un año, en el que veía casi en exclusivo cine italiano. Hasta la fecha, después de Estados Unidos, es el país del que más cintas he visto.
Adoraba la estética de aquellos trabajos. La manera en que los directores lograban hacer obras maestras a partir de recursos mínimos. Y esas actuaciones con voces llenas de ímpetu, de pasión. Dándole al habla el protagonismo que merecía, sin dejar nada en blanco, porque el cuerpo se encargaba del resto.
Igual estaba el sentido de identificación. Los italianos comparten algunos rasgos con la cultura mexicana. O al menos así me lo parecía desde sus películas, en donde el machismo se mezclaba por la devoción por la figura materna, o en donde la influencia de la religión permeaba en el comportamiento de los personajes. Aquellas historias tenían la naturaleza de la vida en provincia, deambulante entre las tradiciones y las dificultades propias de una vida en la que siempre había carencias, pero también disposición a la sonrisa.
Recuerdo mejor a unas películas que a otras. De algunas solo me quedan fragmentos. Como aquel desayuno en el que una pareja prepara alrededor de cuarenta huevos revueltos. Y que se los comían al ritmo de las botellas de vino, sin saber que será uno de los últimos días que pasarán juntos.
Le tengo cariño a esas películas porque parte de ellas conformaron lo que soy ahora. La música, el cine, los libros, las series son más que un entretenimiento. Se las arreglan para influir en la forma en que te conduces ante el exterior, por lo cual no es exagerado sentir un tipo de agradecimiento. Qué sería de nosotros si nos gustaran bandas diferentes a las que nos gustan, por ejemplo. Es posible que tuviéramos una personalidad con otras características. Y ahí es donde surge aquel debate, si es que nos amoldamos a lo que absorbemos, o si buscamos aquello que se amolde a lo que sentimos.
En fin. Cómo no sentir debilidad por Italia. Sus autos, su ropa, sus mujeres (mi gran amor platónico es de allá; le dedicaré una entrada algún día), la comida. Morrissey decía que en Roma hasta los vagabundos vestían con un estilo increíble. Yo de allá llevo lo que puedo. El reloj, la cartera, los lentes (tengo los mismos que Fefe Cefalú). Y aunque hay otros países que me gustan, casi ninguno me produce el mismo encanto. Una de las excepciones es México, que tiene lo suyo también, para que no se alboroten los patriotas.
Cuando la profesora preguntó a los alumnos por qué habíamos entrado a una clase de italiano, fui sincero. Le dije que no era por cuestiones laborales ni por un proyecto académico. No al menos a corto plazo. Era, ni más ni menos, un gusto que me quería dar desde hace tiempo. Me da lo mismo que sea un idioma hablado en pocos países y que en términos prácticos sea de escasa utilidad (en comparación al francés, alemán, portugués o el mandarín), pero qué diablos, hay que complacerse a uno mismo de vez en cuando. No pensar tanto en lo conveniente, sino en lo que pide el espíritu.
En el grupo nada más somos siete. Seis hombres y una señora (adiós al sueño de conocer ahí el amor de una jovencita que sepa preparar cannoli). Uno de los compañeros es un conductor famoso de la televisión local. Los otros son estudiantes. Uno dijo que tenía una novia en Roma, y que por eso se había inscrito. Pensé en decirle que las relaciones a distancia no funcionan; me detuve porque vi ilusión en sus ojos. Quién soy yo para quitarle eso. A lo mejor él rompe la maldición. Se casará con Mariola Giorgelli. Tendrán cuatro hijos y se volverán millonarios al patentar el fusilli bañado en mole verde.
Llevamos dos sesiones hasta ahora. Ya sé decir algunas frases básicas y he tenido las primeras complicaciones. En vocabulario me va bien. Igual en pronunciación. Horas de películas sirvieron de algo. Incluso pude orientar a la maestra cuando dijo que Guido Anselmi era el protagonista de La dolce vita. En cualquier caso, es una chica muy amable. Quisiera poder dominar el idioma como ella. Que pudiera copiar todo el conocimiento en una memoria usb. Pasarlo a mi cerebro en unos segundos. Y ahorrarse lo demás. Estar listo para tomar un avión rumbo a Nápoles. Pasear por las calles hasta encontrar a un anciano que quiera platicar. Sin esa posibilidad, queda mucho camino por recorrer. Mientras tanto habrá que tomar fuerza de la pasta.