Joven de nuevo

Con el paso de los años ocurren acontecimientos que te hacen sentir viejo. La sensación tiene un dejo de injusticia. Si bien cada minuto suma a la cuenta,  no por ello uno ha de sentirse acabado. Menos si apenas estás en la fase de los veintitantos, donde la situación aún no es del todo grave.

Aun así es inevitable caer en la trampa. Los golpes aparecen: dejas de tener credencial de estudiante, te sale una cana y  miembros de tu generación se casan y hasta tienen hijos… deseados.

En las calles deambulan muchos desalmados que te derrumban con su perspectiva. El drama empieza la primera vez que un escuincle te llama señor. A mí me ocurrió a los 18 años.

—Señor, ¿podría decirme dónde queda la papelería?
—A la derecha por allá —le dije.

En ese momento acabé pálido. Supe que algo dentro de mí se había roto para siempre. Los niños, al igual que los borrachos, dicen la verdad. Yo ya no era tan joven. Jamás lo volvería a ser.

Porque claro, el número de polluelos está en aumento. Cuando vas en la primaria, son pocos los seres humanos que son menores a ti. En cambio cuando estás en la universidad la cantidad de infantes es mucho mayor. Ya no eres tan especial. No formas parte de los tiernos. Has pasado al bando de los maduros, con las apenas dos décadas que llevas de vida. Sin haberla aprovechado.

Lo anterior plantea una serie de desventajas. Es verdad que el paso del tiempo trae consigo sabiduría, si es que uno se sabe mover. También llega una mayor libertad. La parte negativa del contrato es que también crecen las responsabilidades.

Hay un menor margen de error. Un niño puede romper vidrios con una piedra y no ocurre la gran catástrofe. Si acaso un regaño. Pero como adulto uno ya no se puede permitir esos lujos. Si quieres jugarle una travesura a la señora Alfonsina a lo mejor terminas por ser denunciado. Así que si quieres vengarte de ella (por esa sopa echada a perder que te regaló) tendrás que pensar en otra estrategia.

Tus tropiezos ya no causan gracia. Si anduvieras en pañales lo harían, pero a tu edad a lo más que aspiras es a provocar lástima.

No lo olvides. Tienes que comportarte de acuerdo a lo que se espera de ti. ¿A poco crees que eres un espíritu libre? Deja que me ría un rato.  Olvídate de las irresponsabilidades, de las gracietas. Lo que se te exige es que aportes a la sociedad. Con el diseño de un edificio, con lo que sea. Algo. De otro modo eres un pobre diablo que merece ser empalado en medio de la plaza monumental.

La vida entre los veinte y venticinco años es más dura de lo que se cree. Pareciera que en ese lapso se toman las decisiones que determinarán el resto de la vida. Ahí, más que nunca, llega la presión. Un paso en falso o un error pueden condenar. Un pequeño traspié puede ser la diferencia entre llegar a la cima o acabar debajo de un puente en el que te alimentarás con latas de ciruelas.

Hay que tener cuidado. Eres un adulto del que se espera seriedad. Ni se te ocurra dedicarle media hora a las caricaturas, que serás tomado por una especie de subnormal. Lo que corresponde es que estés en una oficina. Pagar recibos. Tomar un suplemento vitamínico.

Y sí, el peso de los años se te viene encima por primera vez. Avalancha incontenible. Una experiencia que nunca pensaste que te pudiera suceder. Pasa como con la muerte. Parece que es algo que solo le ocurre a los demás, pero tarde o temprano también le tocará a uno mismo y no hay forma de remediarlo.

Deprimente. Por mucho que uno quiera jugar en su propia dimensión, la presencia de los demás condiciona lo que hacemos.

Es verdad: si se quisiera, uno podría actuar como un niño hasta los noventa años. Sin embargo, hay miradas que te echan para atrás. Incluso reglas. Un señor no puede entrar al área de juegos infantiles, pese a que tenga un deseo incontenible de aventarse por la resbaladilla. Si lo hiciera, llamarían a la policía. Le daría el trato que se le da a los degenerados. Saldría en las noticias. Un ridículo nacional. Las voces aclamarían: mátenlo.

No me malinterpreten. Madurar es bonito. Siempre será preferible levantar una copa que un biberón. Vestir de traje le gana a usar un mameluco. Y ver películas clasificación C es una ventaja importante a lado de un dvd de la gatita Poppy.

Lo que digo es que los adultos también merecen un respiro. Que el juicio social sea menos riguroso y que los hombres con bigote puedan jugar Mario Kart sin ser molestados.

Menciono lo anterior a propósito de algo que ocurrió hoy: después de muchos años he vuelto a sentirme joven de nuevo.

Para conseguirlo no tuve que recurrir a una cirugía plástica, bastó con que me inscribiera en un curso.

Hoy fue mi primera clase y, para mi sorpresa, resultó que yo era el más joven de los 16 alumnos. Lo que es más: soy el único hombre y uno de los pocos que no pertenecen a la tercera edad.

Estoy rodeado de dulces damas que se refieren a mí como jovencito y que emiten comentarios del tipo estás muy chavo o eres un niño apenas.

Y es verdad. Recién acabo de nacer. Hace apenas un puñado de días que cortaron mi cordón umbilical. Soy casi un bebé. Que revisen los registros. Soy un sol en primavera, un capullo del que todavía no surgen pétalos: la espuma de las aguas.

Que me traigan la comida a la cama. Que me dejen descansar. Que me hagan piojito. Faltaba más. Todo había sido un error. Recibí un trato de adulto sin merecerlo. Con razón tenía problemas de sueño. Como buen chico, necesito que alguien me cuente un cuento para poder dormir.

Ahora entiendo por qué mi tías me siguen llamando Carlitos. Vaya desastre el de la humanidad. Si uno no investiga, se comenten equivocaciones que te hacen sufrir. Pero ya no más. Desempolvaré mi Piolín de peluche e iré a la cuna con mi mantita.

the sandlot

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