Un viejo compañero de la universidad llamó a casa. Su nombre es Armando, un entusiasta metido en proyectos que tienen que ver con los medios de comunicación. Mentiría si dijera que lo aprecio como a un hermano. Lo que sí es que le tengo respeto y lo considero un hombre trabajador.
La llamada fue una sorpresa. Hace meses que no hablábamos.
Después de saludarnos y ponernos al corriente de nuestras respectivas vidas, me hizo una invitación.
—Quiero que colabores en el periódico en donde trabajo.
Sentí que la piel se me helaba. Por cualquier respuesta que diera terminaría arrepentido. Durante un tiempo quise ser un escritor de tiempo completo. Lo tenía claro. Empezaría con la publicación de cuentos en revistas variadas. De ahí pasaría a escribir un libro. Lo enviaría a un concurso y saldría premiado. Ganaría el primero, segundo y tercer lugar. El comité emitiría un comunicado:
“Por primera vez desde que el Premio Grimaldo fue instaurado hace 40 años, somos afortunados de tener a un concursante de excelencia que ha merecido el rompimiento de todos nuestros protocolos. Los tres primeros lugares son para él. Tres cheques que en conjunto conforman medio millón de dólares”.
Ahora el encanto se ha ido. He perdido la magia frente al teclado. No puedo escribir una línea sin sentir que el aire se esfuma rumbo a tierras lejanas. Muero de envidia al escuchar a personas que dicen poder escribir veinte cuartillas en una sola tarde. Es el mismo tiempo que yo demoro en armar un miserable párrafo que después terminará en la basura.
—No te preocupes —dijo Armando— no es demasiado trabajo. Lo único que se te pedirá cada día es que entregues cinco notas de al menos trescientas palabras. Puedes encargarte de la sección cultural o deportiva, si te place.
¿Cinco notas? ¿Por qué lo dice con tanta ligereza? ¿Acaso no sabe que la niebla afecta a las neuronas? Soy un artista, no un obrero. Con un esfuerzos apenas y podría escribir una nota a la semana. Para cumplir con los objetivos del periódico tendría que vender mi alma al diablo, una actividad denigrante destinada a las personas sin talento. Otra opción sería invertir mi sueldo en pagar a un escritor fantasma que se encargara de mis labores, pero sería igual de humillante.
—Por el momento no habrá paga, amigo. Pero no te preocupes, podemos darte boletos para eventos y productos gratuitos que nos mandan a la redacción. Ya en junio podríamos hablar de una pequeña retribución económica. Por lo mientras he decidido platicar contigo porque sé que te gusta escribir. La experiencia te podría ser útil. Conseguirás ser leído por muchas personas.
No quiero ser leído por nadie, Armando. Todo lo que he escrito me avergüenza. Lo del gusto por la escritura es una falsa impresión. Odio cualquier actividad entre cuyos requisitos se encuentre el estar despierto. Por otra parte, no hay dinero de por medio. Cuando no hay paga, las empresas te alimentan de ilusiones. Algunos ingenuos pescan el anzuelo. Van confiados en que el sueldo es lo de menos, que el beneficio está en que se trata de un primer paso en el camino hacia el éxito. En el pasado lo creía. Que de algún lugar hay que agarrarse. Esos primeros trabajos sin remuneración son el escalón que finalmente te llevará a la cima del mundo. Eso es: Armando es un ángel. Quiere abrirme la puerta del cielo para que yo brille como un astro divino. Ya quedará en avanzar hasta topar con los aplausos de una multitud. Decido comunicarle la noticia a este noble caballero.
—Lo siento, Armando. Agradezco tu invitación, pero por el momento estoy ocupado en múltiples proyectos. Ahora mismo trabajo en lo que será mi próxima novela. Se llama “El corredor de verano”. Tengo la confianza de que esta vez sí seré publicado por una gran editorial. Y otro detalle, la semana que viene comenzaré a trabajar en una galería de arte. Qué más quisiera poder ayudar en tus planes. Lamento estar imposibilitado para hacerlo.
Armando no insistió. Colgó luego de una despedida escueta. No es la primera vez que termino así: despreciado, hundido en el vacío del abandono. Algo me dice que he terminado con fama de indolente. La gente piensa que estoy indispuesto para cualquiera. Todas las personas que conozco se reúnen una vez a la semana para hablar sobre mí. Ese muchacho no quiere hacer nada, declaran. Lo hemos invitado a trabajar en la radio, en el periódico, en revistas, en secretarías de cultura, en la universidad misma… y nada. El tipo está negado. Debe padecer algún tipo de trastorno mental. Jamás muestra interés. Es un muerto en vida.
Me arrepiento. De antemano sabía que acabaría tirado en el fango. Siento dolor cuando pestañeo. Perdóname, Armando. No te desprecio. Quisiera formar parte de tu equipo, ir a eventos, entrevistar a celebridades.
Estoy confundido, es todo. No hago nada. Ya ni siquiera leo libros. Abro páginas y luego de las primeras cuatro líneas lo abandono. Paso a descansar. Es la única estrategia que tengo para resolver problemas: dormir. Lo terrible es que no siempre lo consigo. Duermo poco. Así que doy vueltas en la cama durante horas. Y pienso. Pienso en todas las oportunidades perdidas, que están rotas más bien. En lo académico, en lo laboral y en lo humano. Vienen a mi mente esas personas que se han ido. En ella, sobre todo. La de la sonrisa. Una sonrisa tan perfecta que no la quise arruinar. Era demasiado buena para un tipo acabado como yo.
Lo único que puedo hacer a estas alturas es esperar a que llegue la noche. Subir entonces a la azotea a respirar. ¿Qué aroma tienen las estrellas? ¿Lo sabes tú? Se lo he preguntado a mucha gente. Nadie responde. Por la lejanía respecto a ellas es difícil identificarlo. Así que concéntrate. Cierra los ojos y aspira. Siente cómo el tiempo entra en tus pulmones para luego pasar a tus pies. Sonríe ante la perspectiva de que pronto podrás cerrar los ojos.
Publicado originalmente en Imagen Médica.