Hay un detalle casi poético en la carrera de The Smiths. La canción con la que cerraron su último concierto fue «Hand in Glove», el que fue su primer sencillo y del que provino el resto de la historia. Las líneas finales del tema, las que Morrissey soltó aquella noche, son:
And I’ll probably never see you again I’ll probably never see you again I’ll probably never see you again…
Luego. La última canción del último disco de la banda es «I Won’t Share You». Una preciosidad que cierra con las siguientes líneas:
I’ll see you somewhere I’ll see you sometime, Darling …
La pronunciación que Morrissey hace del Darling es tan sutil y alargada que algunos ni siquiera notan que dice eso. En las versiones que le han hecho, suelen convertir al darling en la prolongación de una vocal.
La cuestión es que en ambos campos, pareciera que The Smiths se despedían. Tuvieron la decencia de hacerlo. Al menos la casualidad les ayudaba, ya que en esos momentos la ruptura de la banda no estaba planeada.
Resulta encantador saberlo. Del mismo modo en que se vuelve mágico saber que en las versiones de estudio de las dos canciones mencionadas se incluye el sonido de una armónica. El ciclo que cerraba.
Y se agradece que un conjunto tan importante, cuya carrera marcó a miles de personas, tuviera la oportunidad de decir adiós. De otro modo hubiera sido todavía más traumático.
Lo mismo con The Beatles, que con Abbey Road dieron una clase de epitafio oficial.
Pienso en lo anterior por lo triste que resulta a veces no poder despedirte de alguien a quienes estimas.
Personas a las que verás por última vez y con las que no surge la serie de combinaciones necesarias para permitir que te despidas de la forma adecuada.
A lo mejor porque en ese momento no sabías que sería el último encuentro. O porque no lo consideraste necesario. O porque los sentimientos te decían que no. O por orgullo, el maldito orgullo.
También están las veces que te despides de una persona por un tiempo que al final se vuelve eterno. Ese hasta pronto que se convierte en fin de una relación.
Adoro cuando las películas terminan con unas letras enormes que dicen «THE END». Estoy chapado a la antigua y agradezco que la obra lance un último saludo antes de dar paso a los créditos.
Despedirse es importante. Hay que hacerlo cuando se pueda. Es algo que cuesta porque resulta imposible andar de dramático el día entero. Sería ridículo. Lo que está claro es que existe el riesgo permanente de que la separación pase a ser definitiva en alguno de los conatos. One Day Goodbye Will Be Farewell, decía Morrissey también. Y hay que tenerlo en mente, para ver si con eso cambia un poco nuestra conducta.
El remordimiento es sádico como ninguno. Le encanta torturar con imágenes mentales de lo que se pudo haber hecho. Cuando ya no es posible, claro. Es el te lo dije interno que está ahí para atormentar. Y, sin embargo, tiene una utilidad. Contribuir a que no vuelva a suceder. Porque el remordimiento también es un mira lo que pasa por ser cómo eres. Espabila, tonto.
Pero el orgullo es un rival temible. Lo puedes poner en un cuadrilátero contra los pesares, las tragedias, las lecciones y todo lo que quieras, y él sigue a lo suyo: dejarse golpear porque lo que le importar es no parar de mirarse al espejo. Pase lo que pase.
Otra tortura son las despedidas livianas. Esas que se lanzan por compromiso luego de un vínculo que ha durado siglos. Un adiós de un segundo que no está a la altura de todo lo que estuvo detrás. Por eso se agradecen los finales épicos, en donde no queda sino claridad. Donde está la seguridad de que todo ha acabado, en donde no queda ninguna espina clavada ni sensación de que todavía queda camino por recorrer. En tales circunstancias, es preferible el dolor de la contundencia. Dejar solo la certeza y ningún fantasma o ilusión sobre un futuro imposible que nuble el juicio durante años.
Por eso hay que agradecer que The Smiths no terminaran su vida con «There is a Light that Never Goes Out». Dejaron los papeles en regla. Y aun así, la mera existencia de esos grandes momentos, trae consigo sentimientos de debilidad. Hay una luz que nunca se apaga. Que nunca se apagará.
Está ahí latente. Sopla bajito en medio de la obscuridad del interior. Sin mucha fuerza, pero lo suficiente para sentir que da un poco de calor. Un recuerdo de todo aquello que se vivió.
Son los rastros
Para ser sinceros, a esa luz los adioses le dan igual. La flama de los recuerdos se queda contigo para siempre. El agua no sirve de ayuda.
Puedes tener muchas de esas luces. Miles. Igual todas serán especiales. Cada una asociada a un suceso. Una visita al cine, una plática en la cafetería, el paseo por el parque…
Al final hay que dar el tributo del recuerdo. Por fuera se podrá mostrar seriedad. Dejar de hacer mención alguna. Aunque por dentro, incluso por reflejo, aquellas imágenes, aquellas luces, pasen de nuevo ante tus ojos. Tal vez en medio de una actividad que no tiene nada que ver.
Y es bonito. Pese a que pueda ser doloroso, es bonito. Un secreto que intentas ocultar a ti mismo. Y que, sin embargo, sobrevive. Está más allá de ti. Porque aquellos con quienes has estado, para bien o para mal, dejan algo en ti. Algo que te acompañará hasta el final más allá de que la persona que las originó ya no esté a tu lado.
Lo que sigue, al parecer, es que los rastros positivos (aquello que echas de menos) dejen de ser una tortura y pasen a ser el motivo de una sonrisa cariñosa. Quizás esto sea lo más difícil. Mirar atrás sin rencor. Angustia mucho saber que son sucesos que ya no se repetirán. Y se tiende a sufrir, cuando tal vez convendría estar satisfechos porque alguna vez sucedieron.
Esto me remite a otra canción de The Smiths, que quizás sea la que mejor refleje la importancia de su legado.
And when you’re dancing and laughing And finally living Hear my voice in your head And think of me kindly…
Eso es. Escuchar lo que hay por dentro y sonreír con cariño. Nada más.