Ataque de cerillos en el supermercado

Es difícil que los viejos hábitos mueran. Mick Jagger lo dice. Un hombre sabio cuando se lo propone.

Las costumbres reclaman su sitio luego de ganárselo con largos periodos de trabajo. Arrastran hacia atrás cuando surge la tentación de seguir otra ruta. Piden que vuelvas a la tradición, a lo que se ha repetido en varias ocasiones. Te dicen que no te hagas el valiente. No hay por qué experimentar. Ven junto a mí, sabes que no te haré daño.

Claro que a los hábitos es posible vencerlos. Nadie ha dicho que sean inmortales. Son tipos duros, eso sí. Te mantienen encerrado en sus brazos con un espacio limitado de maniobra. Para librarte tienes que agitar el cuerpo, correr, saltar. Ir a ese nuevo restaurante en vez de continuar con la seguridad del de siempre. A lo mejor la prueba sale mal. Los platillos de que trajo la novedad resultan desastrosos. Y piensas que lo mejor hubiera sido quedarse con la sopa de todos los días. Pero no. De no haber cambiado la duda persistiría. Cada noche tu cabeza se llenaría de una pregunta: ¿qué tal estará la comida de ese local?

Para decepcionarse hay que probar. De otro modo el espacio queda vacío para especulaciones que de nada sirven. Algunos tiros darán en el blanco, otros no. Habrá veces que el romper con la rutina traiga vientos favorables. Habrá veces que dejen con un nudo en la boca. La cuestión es que para saberlo hay que intentarlo.

También está la otra parte. De unos años para acá la consigna parece ser tirar al orden establecido. Lo que se aplaude es el rompimiento, la revuelta. Buscar lo opuesto a lo que el pasado ha heredado. Cuestionar lo que ha permanecido durante décadas. Vestir distinto a nuestros padres, despreciar a los ídolos y llevar la contraria en cada situación posible.

Habrá circunstancias en las que funcione, en las que traiga noticias positivas. No hay que estancarse. Una sociedad disfuncional invita al levantamiento. La subversión aprovecha para tirar su carta de presentación. Es una opción. Da igual que no garantice el bienestar final. Puede incluso que provoque un panorama peor. Lo que se busca es remover. Dejarse de máscaras, asumir que hay que reaccionar. Patalear, cuando menos.

Sin embargo, hoy vengo a manifestar mi descontento. Los párrafos anteriores fueron una introducción para venir a reflexionar en torno a una tradición que se ha roto. Un cambio que, en mi opinión, ha venido a traer dificultades y un sinnúmero de molestias.

Hablo del problema con los empacadores que hay en las cajas de supermercado. Un inconveniente que no se ha abordado lo suficiente. Un giro que empezó como una excepción y que terminó en una tendencia en los últimos años.

En la década de los noventa el sistema funcionaba de maravilla. Ir a las tiendas de autoservicio era una actividad en piloto automático. Uno entraba, tomaba un carrito, seleccionaba los productos e iba a la caja a pagarlos. Ahí tocaba el turno de los llamados «cerillos», los niños que empacan la mercancía para que puedas llevarla a la casa.

Lo  que correspondía era agradecerles con una propina. Algunos tacaños daban apenas unos centavos. Otros les daban el estándar de una moneda de cinco. Los exquisitos daban hasta diez o veinte pesos. Y fin, ahí  se daba por terminado el asunto.

En la actualidad la realidad se ha transformado. Los supermercados vinieron a complicarlo todo. Lo hicieron con intenciones de nobleza (darle trabajo a una mayor cantidad de personas), no obstante se olvidaron de tener consideración por los clientes.

Lo que hicieron fue poner a dos empacadores por caja. A veces hasta tres. Dos de ellos guardan las compras en la bolsa mientras el otro se ofrece a sacar la despensa del carrito para depositarla en la banda elástica que conduce hacia la máquina registradora.

Eso no tendría nada de malo si no fuera porque acarrea una confusión. ¿A quién de los tres toca darle propina?

Es más complicado de lo que parece. Darle dinero a solo uno de ellos sería cruel. Equivaldría a despreciar el empeño del resto del equipo. Darle a dos de ellos es peor: dejaría a uno con las manos vacías y con el sentimiento de que le tenemos un odio personal.

La única alternativa es darle cinco pesos a cada uno. No queda de otra. La dinámica obliga a ello si es que tienes corazón. Además, los muy listos han dejado de contratar niños para la tarea. En su lugar ponen a personas de la tercera edad, con lo cual la resistencia ya es imposible. Ni cómo dejar a esos dulces ancianos sin una pequeña compensación. Sería un acto desalmado, digno de garantizar un boleto rumbo al infierno.

Si a eso le sumas al señor que se ofrece a depositar las bolsas en la cajuela del automóvil y al señor que con un silbato dirige el estacionamiento, las propinas se tienen que dirigir a casi media docena de seres humanos. Un gasto que al final del día supone una cifra cercana a 30 pesos que hay que sumar a lo que se ha desembolsado en la tienda.

Una fortuna con la que se podría comprar un departamento cerca de bosque. Con habitaciones espaciosas, una sala de juegos, una cocina con horno de piedra. Y un jardín compartido que tiene piscina para usar cuando los vecinos estén lejos.

O con lo que se podría pagar un viaje por catorce países. Conocer otras culturas, probar platillos exóticos. Mirar cómo es la gente a miles de kilómetros. Hacer amigos, aprender el idioma, pedir una pizza a un señor de bigotes amplios. Quedar exhausto luego de visitar las pirámides. Adoptar un cachorro y preguntarle a los del avión si puedes llevarlo contigo en primera clase. Un perro al que llamarás con un nombre ridículo que enternecerá a las visitas. Eso es, harás una fiesta de bienvenida. Celebren por el nuevo integrante de la familia.

Olvídenlo. Las propinas lo impiden: destruyen los sueños. La economía personal preferiría que tuviéramos un corazón menos generoso.

caja

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