Yo antes era muy cuidadoso con los libros. Cada que leía uno, lo trataba con delicadeza. La intención era que, al terminarlo, quedara como nuevo.
En precauciones no escatimaba. Antes de empezar la lectura, usaba gel antibacterial. Los cambios de página los realizaba con suavidad para no desprender el papel, y abría el volumen en el ángulo adecuado para evitar deformaciones a largo plazo.
De subrayar ni pensarlo. Creía que debía mantener los libros en su estado original para que futuros lectores (algún descendiente en el año 2056) pudieran echarles un vistazo sin encontrar ninguna alteración que redujera su valor. Por ello, cuando topaba con un fragmento memorable, en lugar de resaltarlo, optaba por la transcripción en una pequeña libreta. Una operación engorrosa que, no obstante, era preferible a una manipulación del producto.
En definitiva, respetaba demasiado a los libros. Y eso no es muy recomendable cuando se trata de un objeto cualquiera como los hay miles. La ediciones especiales juegan en otra liga. Pero no hay motivo para mimar lo que tienes si ha salido de un tiraje de 50,00 ejemplares. Lo importante es el contenido. No el papel ni las palabras impresas. sino que esas mismas palabras entren a tu mente a través de la lectura.
Caí en cuenta de eso. Así que me animé a subrayar los primeros libros. Qué más daba. Al principio lo hice con marcatextos, luego con lápiz para no ser tan agresivo. Fue una decisión que permitía la consulta de algunos pasajes con mayor facilidad, aunque luego encontré un fallo. Esas relecturas estaban condicionadas a lo que mi versión del pasado había considerado importante. Si me limitaba a esa selección, era probable que pasara de largo algunas partes que eran dignas de atención. La de injusticias que se podían cometer por culpa de esa costumbre. Páginas que por estar inmaculadas no merecían una segunda oportunidad. Condenadas para siempre a la obscuridad.
Entonces pasé a una etapa en la que dejé de subrayar. Fue difícil vencer la tentación. Enfrenté a oraciones que pedían a gritos ser enmarcadas. Yo negaba con la cabeza. De nada sirve, pensaba. Además descubrí que subrayar interrumpía el flujo de la lectura. Tomar el lápiz y esforzarse para subrayar sin titubeos le restaba intensidad a la experiencia. Era detener la película en la escena cúlmine. Era dejar el trago en los labios. Era suspender un abrazo para ir por la cámara.
La visión romántica renacía. Consideraba que las novelas eran ríos a cuya corriente había que rendirse. Vicios en los que se cae una y otra vez. La idealización, el tener demasiado miramiento. Aun así tomé la determinación de volver a los subrayados. Era una tontería que me atormentaba. Se lo comenté a un profesor de la universidad.
—No lo puedo evitar —le dije—. Tengo que rayar los libros. Es un impulso demasiado fuerte. Me supera. Siento que si no dejo una señal, esas palabras se perderán para siempre. Y yo las quiero conservar. Quiero saber dónde están por si llega el día en que las necesite de nuevo.
—Tranquilo. No se preocupe. Yo también lo hago. Es normal. Mi pareja incluso escribe reflexiones en los márgenes de la hoja.
Respiré aliviado. Lo que yo hacía era aplicado por muchas otras personas. No era una extravagancia digna de Ulises Lima. Merecía vivir sin ser condenado a recibir pedradas. Lo vi bajo otra óptica. Subrayar era abrazar a las palabras. Era un reconocimiento al autor. Una forma de darle cariño. Dejar un libro intacto era mostrarle desprecio. Actuar como si no te resultara atractivo.
La cursilería aparecía de nuevo.
Ya no vi ofensa alguna en hacer lo que hacía. Incluso realizar apuntes en los libros era permitido. También dibujos. Era una forma de tener una especie de diálogo con los escritores famosos. Si ellos narraban:»bajé por las escaleras para encontrar obscuridad», yo podía escribir a un lado: «ojalá no te hayas caído» .
La única norma que me puse fue limitar los subrayados a libros que fueran de mi propiedad. Nunca con ejemplares de biblioteca. Hay que tener cortesía con los demás. Se me hace de pésimo gusto cuando alguien interviene un texto cuando sabe que alguien más lo padecerá. Más de una vez tuve que sufrir de libros subrayados que arruinaban la experiencia. El alcanzar a ver de reojo que la siguiente página está pintarrajeada se vuelve una distracción que impide disfrutar las líneas previas. Lo arruina. Te anuncia que ahí viene algo importante. Anula el efecto sorpresa, el descubrirlo por ti mismo. Deja de ser un vínculo personal con la obra para ser atacado por un mal tercio que echa por la borda una cita que exigía de cierta intimidad.
Por eso casi no me gustan las bibliotecas. No solo por lo anterior. Pienso en todas las manos sucias que han pasado por ahí y me echan para atrás. Ediciones llenas de mugre, de saliva, con restos de frituras. Terror absoluto. La repulsión aumentó hace unos meses cuando leí esta noticia. Hay mucho desequilibrado ahí afuera como para confiar en material que pudo pasar por sus garras.
A lo que le he agarrado el gusto es a tomar fotos a los fragmentos destacados. A veces es más rápido y sencillo. Sin tantos riegos y así el registro se lleva con pulcritud. Basta con tener cerca el celular o el iPod para recurrir a su cámara en el momento oportuno. De este modo incluso puedes compartir las fotografías en las redes sociales. No para presumir que lees (algunos lo hacen, por increíble que parezca), sino para que se deleiten también. Un pequeño detalle que a lo mejor les alegra el día. Con ello puedes divulgar un cuento que te guste. Dar eco a un autor que lo merece. Que de nada sirve guardárselo todo para uno mismo.
Un hilo a la suerte.
Excelente, has plasmado varias preguntas que se asoman a la cabeza de un lector, la agonía de tomar un libro y adentrarse a su mundo.
El tomar un libro y leer no es un acto sencillo, puede ser placentero hasta agonizante. El arte a la lectura.
Y no olvidar, Dagma, que también hay libros que se vuelven una tortura.
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